“La incidencia de los medios de comunicación en el sistema judicial es impresionante”

Como prestigioso jurista que es, Marcelo Sancinetti dejó huella en la vida de muchísimos estudiantes de Derecho y marcó sus carreras. Riguroso para el estudio y el trabajo, asegura que su mejor época fue cuando nacieron sus hijos. En esta entrevista con Quórum habla de los mentores que ha tenido, de la actualidad educativa, del funcionamiento del sistema judicial y demuestra por qué su aporte al Derecho Penal es tan significativo. 

¿En qué momento supiste que ibas a estudiar abogacía? ¿Qué o quién motivó esa elección?
En primer lugar, tal como les digo a los estudiantes, uno no estudia “abogacía”, sino Derecho. El estudio del Derecho sirve para ser abogado, pero también para ser juez y para muchos otros roles. Lamentablemente, las universidades argentinas expiden un diploma que reza: “Abogado”, por lo cual nuestro hábito universitario es el origen de la confusión. Esto es incomprensible para juristas de otros países; así, p. ej., en España, país en que a tal graduación se le dice: “Licenciado en Derecho” (y, además, nadie usa el título de “doctor” sin serlo, como suele ocurrir aquí), mientras que se le dice “abogado” a quien ejerce ese rol como tal. En cierto modo es absurdo pensar que el “juez”, p. ej. es “abogado”. “Abogado” es el que aboga por determinado interés (de un cliente o del estado: el fiscal sí es un abogado, del Estado; en alemán, al fiscal se le llama, justamente, “abogado del Estado”). El “juez” tiene que resolver como tercero imparcial (no es un “abogado”, por más que su “título universitario” diga que lo es).

Pero, yendo ahora al “fondo del asunto”, mi elección por Derecho fue una contingencia, es decir, algo sumamente fortuito. Al terminar el Liceo Militar a los 18 años, me enfrentaba por primera vez al desafío de tomar una decisión personal significativa para mi vida; y no “sabía tomarla”. Hubo meses desconcertantes.

Un (hoy) colega de Derecho, ex liceísta, el Profesor de Derecho Civil Oscar Ameal, a quien yo conocía de campamentos hechos bajo el ala espiritual del Padre Atilio Fortini (el capellán del Liceo), me ayudó a hacer los trámites para inscribirme en Derecho, aproximadamente en mayo de 1969, cuando ya habían comenzado los cursos de ingreso, que por esos años consistían en cursar tres asignaturas (y aprobarlas con exámenes parciales), con más un examen de comprensión de un idioma (mi inglés era menos que elemental, pero lo aprobé “al límite”).

En suma, la decisión por estudiar Derecho, a la postre, se demostró como atinada, adecuada a mis inquietudes espirituales e intelectuales. El terreno realmente mío podría haber sido, probablemente, la Filosofía, pero habría corrido el riesgo, de haberme dedicado a eso, de no pasar de los presocráticos. Además, habría sido mucho más pobre de lo que soy.

¿Qué diría el profesor Marcelo Sancinetti del Marcelo Sancinetti estudiante?
No hace falta que hable “el profesor M. S.” sobre “su mismo ser”, a la época de estudiante. Bastaría la mirada de un hombre mayor, sobre su propio pasado, aunque “no fuese profesor”.

Lo que diría no es particularmente “glamoroso”. Yo era un joven agobiado por conflictos. No había resuelto ningún “problema estructural” de la vida personal. En esos años hay que definir todos los roles personales: el profesional, el modo de relacionarse con el otro sexo, el modo de hacerlo con los amigos, con los familiares (porque de adulto no se tiene la misma relación que en la niñez o adolescencia), en fin… eso era un “mundo lleno de problemas” para mí. Y, a pesar de haber hecho, de joven, aunque ya cerca de los treinta años, varios años de terapia psicoanalítica (freudiano-lacaniana), nunca supe bien qué me pasó a partir de los 18 años, cuando la vida se me volvió “tan compleja”. Para los demás, según yo lo veía, al menos a primera vista, ni la vida personal ni la Facultad eran un problema que les generase dificultades. Es posible que ese enfoque fuese erróneo, porque la vida es compleja para todo el mundo. Lo que no era complejo para los demás era avanzar en sus estudios universitarios “a paso normal”. Yo tardaba un año en preparar dos asignaturas. Al principio, había que dar “exámenes libres”. Así rendí Introducción al Derecho (9) y Derecho Político (8), en el primer año de estudiante (1970). A ese paso, “la cosa”, por decir poco, pintaba mal. A medida en que fui avanzando en la carrera, muy lentamente, el Derecho comenzó a interesarme más en sus contenidos, y devine en un estudiante “insufrible” (para los demás y para mí también). A los profesores les entorpecía sus clases con preguntas rebuscadas, que surgían de mis noches de estudio en estado de “exaltación espiritual”. Eso podía agradarle a cierta clase de profesores, que estuvieran muy abiertos a las discusiones. Pero el “grueso intermedio” no comprendía mi forma de ser. Alguna vez un profesor me dijo con cierto tono despreciativo, ante todo el curso: “¿a ver qué opina nuestro investigador?” Entonces, en situaciones así, yo abandonaba los cursos y empezaba de nuevo. Hubo materias que comencé a cursar tres, cuatro y hasta cinco veces.

Mucha gente que me conoció superficialmente en aquel entonces pensaba que mis rarezas se debían a que yo quería sacarme notas altas. Pero quienes me conocían bien, percibían que esa no era la razón real. La razón real de que haya ido a un ritmo de dos asignaturas por año (alguna vez, tres; alguna que otra vez, una sola asignatura en el año), y que, entonces, me graduase el día anterior a cumplir 32 años, residía en que se había vuelto para mí una “carga” el saber cada materia como si yo fuera un jurisconsulto “de todas las áreas”, una pretensión jactanciosa y absurda, pero que a la vez me animaba a leer y reflexionar. Tal vez estaba “algo loco”, lo que apenas fue modificándose luego.

Julio Maier me dijo una vez: “Ud., Marcelo, cuando era estudiante, era insufrible”. Pero hubo también muchos profesores que disfrutaban de discutir conmigo. Vanossi fue uno de los primeros que me motivó al estudio, aunque por entonces yo todavía “no discutía”. Pero mi maestro, Enrique Bacigalupo, Héctor Mairal, Augusto Belluscio, Antonio Boggiano y otros más sí lo disfrutaban. Incluso mis compañeros, cada tanto, compartían con alegría que yo me pusiera a delinear teorías complejas sobre una materia, a criticar lo que decía un libro, etc. Porque, en suma, a un estudiante le gusta ver que un par puede elevar el nivel del curso. En una ocasión de un examen final oral, una voz del fondo exclamó: “humille, Marcelo, humille”. Al principio me sonó bien; pero luego me preguntaba –y era tema de análisis–: “pero, entonces, ¿yo hago todo esto para ‘humillar’?”

¿Cómo es un día común de Marcelo Sancinetti? ¿Cuáles son las actividades o momentos que no pueden faltar?
Creo que la respuesta a esta pregunta depende mucho de la edad en la cual uno tiene que responder, y los trabajos que en cada momento “tenga entre manos”. También la edad de los hijos influye. No es lo mismo tener 52 años, con tres niños menores a cargo, que 71 años, al final de la carrera de uno, con todos los hijos ya adultos.

También hubo épocas en que yo integré estudios jurídicos de muchos abogados. Hubo otras en que trabajé solo en mi casa. De 2004 a 2020 integré un Estudio que llevaba mi nombre al comienzo, pero yo era el “menos abogado de todos”. Mis compañeros de trabajo eran Daniel Pastor, Gustavo Trovato, Andrea Caseaux, María Soledad Accetta, Antonella Donnes… pero hay más nombres, dado que el equipo fue variando con el tiempo. En la última etapa ingresó a ese Estudio Rafael Sal Lari, un experto en la abogacía. Yo estoy, prácticamente, retirado como abogado.

Pero mi día común “de punta a punta” de la vida podría esbozarse así: mi momento de trabajo intenso es nocturno; desde el Liceo, en que me levantaba de noche a estudiar lo que no había podido estudiar durante la tarde, hasta hoy, mi hora de mayor concentración y creatividad es “la noche entera”. Por “noche” hay que entender a partir de las 23 hs., en que mi esposa ya duerme mansamente, hasta las 4, 5, 6 o más horas, según lo que esté haciendo y el grado de compenetración con el trabajo que tenga en ese momento (en esta época, p. ej., hago muchas traducciones, para dejar un legado mayor; pero también tengo que preparar muchas clases). No es que no pueda trabajar “por la tarde”. Así, p. ej., las clases universitarias casi siempre han sido durante la tarde o el anochecer. Pero, a veces, sobre todo en cursos de posgrado del interior, en que daba clases (y sigo haciéndolo), toda la tarde del viernes y la mañana del sábado, invitaba al grupo, los viernes, a quedarse “discutiendo de corrido”, hasta la mañana siguiente… Pero no hubo ningún caso en que hayan aceptado esa invitación. A veces sí me ha pasado ir con un discípulo o colega, o bien con dos o más, a cenar a altas horas… y no parar de hablar hasta entrada la madrugada. 

Ahora bien, lo más frecuente de esas noches es “la soledad”, que fue una compañera implícita de casi toda la vida. Y mi matrimonio de ya más de 33 años se debe más bien a la generosidad espiritual y humana de mi esposa, Patricia Ziffer, antes que a mis condiciones como marido o padre. Esto vale, quizá, “limitadamente”, porque cuando nuestros hijos eran niños, había vacaciones llenas de momentos lindos, p. ej., ir a esquiar o jugar en una playa.

Dependiendo de los tiempos libres que yo tuviese, y hasta que la columna vertebral pidió una cesación de “deportes de impacto”, jugaba tenis con profesores, como Eduardo Cisneros o la extraordinaria jugadora Gabriela Mosca, hoy abogada y autora de novelas (“Sin red”, 2021). Así, p. ej., cuando estaba escribiendo el tomo I del “Caso Cabezas”, jugaba unas seis horas de tenis por semana (una vez con Eduardo y dos veces con Gabriela). En cada pelota, pensaba en un argumento, en cuestiones fácticas, en que aquello “no podía ser”, aquel otro indicio, “tampoco”, etc. El drive no sale muy bien jugando así, pero los dictámenes mejoran. Entonces, que el lector infiera cómo pueden haber sido mis días según las épocas. Cuando mis hijos eran niños, yo me ocupaba de sus “pesadillas”, pues siempre estaba despierto, y también de ir a buscarlos al colegio (llevarlos no, pues a esa hora yo duermo… hasta ¡pasado el mediodía!).

Resumiendo, no soy, prototípicamente, un “abogado”. Soy más bien un profesor dedicado a la investigación de un núcleo de problemas teóricos de la llamada “teoría de la imputación penal”. Me gusta enseñar, ya lo sentí así desde niño, y mi maestro de los últimos dos años de primaria, Don Roldolfo Melero, quería que yo fuera maestro. Para el grueso de los colegas una vida como la mía es bastante aburrida; para mí… no tanto.

¿Tuviste mentores o personas que recordás como importantes a lo largo de tu carrera?
Tuve “infinidad de mentores”. Una compañera de estudios me impulsó a ir a un curso que dictaba el profesor Enrique Bacigalupo, en el que Jaime Malamud Goti era su ayudante. Malamud fue un “compañero de reflexiones” por mucho tiempo; y me enseñó mucho. Era amable y generoso con su tiempo; instaba al diálogo y a la discusión. Bacigalupo, quien en esa época daba clases para centenares de estudiantes concitando una atención que nunca había visto ni nunca más vi, me escogió pronto como discípulo. Él me dijo: “Tiene condiciones para la ciencia del Derecho, pero tiene que aprender alemán”. Eso era lapidario para mí, porque nunca tuve condiciones para los idiomas. Él me inició en la lectura del libro de Hans Welzel, que me pareció “maravilloso”.

Luego hubo otro “mentor” alemán, a quien conocí en Buenos Aires: Wolfgang Schöne, fallecido el año pasado. 

Hubo otros “mentores”, como Leopoldo Schiffrin, a quien conocí por Bacigalupo. Schiffrin era uno de los pocos intelectuales que era también “creyente”. Casi todos los intelectuales de posguerra se jactaban de ser ateos o agnósticos. Pero una vez escuché esta frase de Schiffrin (un hombre originariamente católico, pero que luego abrazó la religión judía con toda devoción, hasta el final de sus días): “¿Es que conocés a algún pensador importante que no haya sido creyente?’”. Quedé “estupefacto”, porque todos “se las daban” de liberados de los “lazos de Dios”. Yo había sido muy creyente (en el catolicismo) de adolescente… y hasta la “primera juventud”. Luego eso quedó adormecido –quizá por mis pecados– hasta finales de mis cincuenta años, en que renació, si no una devoción y creencia férrea en Dios, al menos sí un interés por “la idea de Dios” y por leer las Lecturas de la misa de cada día. Diría que soy algo así como un “aspirante a creyente”. Es otra forma de buscar mentores (o el “gran Mentor”).

Otro mentor, ya en mi madurez, fue Günther Jakobs, un discípulo disidente de Welzel, que era director del Seminario (en el sentido de “Instituto”) de Filosofía del Derecho de la Universidad de Bonn, del que anteriormente habían sido directores Welzel (su fundador) y Armin Kaufmann.

En suma, mentores fueron, quizá, la mayor parte de las personas que conocí en mi vida en roles de enseñanza (los primeros, mis padres), porque las personas grandes, como diría Le Petit Prince, son extraordinariamente complejas… o, en su lenguaje “decididamente extrañas”; pero siempre dejan una enseñanza, de palabra o por conductas. Y hay que estar atento a captar de cada una lo que sea mejor, y contrastar eso con “el camino del justo y del impío” (Salmo 1).

¿Cuáles fueron los casos o situaciones que marcaron tu carrera profesional? ¿Hubo algún caso que aceptaste y que hoy no aceptarías?
¿Un caso que haya aceptado y que hoy no aceptaría? Cuando trabajaba, de joven, en un estudio muy amplio, tuve que firmar una querella con cuyo contenido yo no estaba de acuerdo. Allí sentí la parte negativa de depender del dueño de un Estudio Jurídico. Y tal vez por esa experiencia nunca más trabajé en relación de dependencia, al menos no en “dependencia intelectual”.

Fuera de aquello que menciono arriba, no hubo casos que haya defendido y que hoy no quisiera haber defendido. Tomo mi carrera como un camino jalonado con esfuerzos y buenos rendimientos. Esa fue mi Lucha por el Derecho, para decirlo con palabras del título de una famosa obra de Jhering (se suele escribir Ihering, pero su firma, que consta en el retrato de una de sus obras traducidas, luce con “J”; eso no incide en la pronunciación en alemán).

¿Qué casos marcaron mi carrera profesional? Entiendo que la pregunta alude al rol de abogado, por más que, en mi carrera, la academia, el profesorado y la investigación fueron predominantes. En el ejercicio de la abogacía hubo muchos… muchos casos señeros para mí. El dictamen del Análisis crítico del “Caso Cabezas” (dos tomos: La instrucción / El juicio, cada uno de más de mil páginas) fue un hito en mi carrera, porque fue extraordinariamente laborioso. El nombre y crédito de una persona y de una familia pueden depender de un estudio profundo de las situaciones fácticas. 

Pero no es de estilo escoger entre los casos de uno. Pues eso sería similar a elegir entre “hijos”. Yo había hecho ya muchos dictámenes profesionales en el Estudio Galante; en particular, un laborioso estudio sobre quiebra internacional. De todo ese trabajo fue publicado sólo un aspecto, en dos artículos de doctrina, en la revista “La Ley” y en la “Revista del Derecho Comercial y de las Obligaciones”.

También fueron importantes dos trabajos escritos que hice para la defensa del entonces senador, anteriormente gobernador, Eduardo César Angeloz. Presencié luego casi todo el juicio. Él fue absuelto, como correspondía; pero un juicio en sí ya destruye a una persona y gran parte de su familia. Por ello, me irrita ver con cuánta liviandad los periodistas atribuyen culpabilidades de hechos que no conocen en absoluto, y de los cuales creen poder informarse por personas que les “cuentan lo que, de antemano, quieren escuchar”.

También fue un alto hito la defensa, junto con mi querida colega y amiga María Angélica Gelli, del entonces ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Prof. Dr. Antonio Boggiano, quien había sido mi último profesor en mis estudios de Derecho. Sólo Perón y Kirchner –fuera de las dictaduras militares– decapitaron una Corte, es decir, “hicieron un ‘golpe de Estado’ judicial”. Eso ya debería ser “indicio de algo”, para su evaluación política. Lo demás lo dejo abierto (hay una publicación en común con Gelli, que contiene lo principal de nuestra defensa).

Otro caso importante fue el estudio de las imputaciones y la condena contra el Padre Julio César Grassi. Él fue acusado por tres sujetos, ya adultos al momento del juicio; uno de ellos tenía edad ajena al abuso sexual infantil ya al momento de los supuestos hechos, y no se imputaba “violencia”, de modo que el procedimiento, respecto de ese caso, era indebido ya ab initio por su propia base. El acusado fue absuelto por dos de esos acusadores, y condenado por el caso restante. La Conferencia Episcopal Argentina, en la persona de su presidente, cardenal Jorge Mario Bergoglio, me había encargado –tras el juicio oral– realizar un estudio completo sobre los tres casos. Tardé una “enormidad” en estudiar todo el material: un poco más de tres años, entre 2010 y 2013. Dividí la obra en tres tomos, uno por cada acusador. Por los dos casos respecto de los cuales el acusado fue absuelto (cosa que no aclara ninguno de los medios que se refirieron siempre “en plural”) escribí un tomo, de un “solo volumen”, por así decirlo, mientras que acerca de aquel por el cual el acusado fue condenado, subdividé el tomo respectivo, el t. II, en: II/A; II/B-1 y II/B-2. Fue uno de los últimos “grandes trabajos” de mi vida profesional.

¿Cuál es tu mirada sobre la inseguridad que se vive en el país hoy y cuál consideras que debe ser el primer paso para comenzar a mejorar esta situación?
Creo que la sociedad, muchos políticos y muchos periodistas, le dan una dimensión exagerada a lo que el Derecho Penal puede hacer para “evitar delitos”. La pena tiene la misión primordial de ratificar la vigencia de la norma puesta en cuestión por el quebrantamiento de esa misma norma. En eso reside su verdadera legitimación. Luego se podrá tratar de que la pena tenga tal o cual efecto sobre el condenado (que debería tener un trato más humanitario). Pero la esencia de la pena es reaccionar contra el hecho que ha quebrantado la norma.

Esto, de por sí, no “produce seguridad”. Nunca hubo en el mundo un derecho penal que “eliminara el delito”. No es que las sociedades sean tan torpes que no dan “con el derecho penal más eficiente” que pudiera haber, de modo tal que “desaparezca el delito”. Eso… no puede pasar ni nunca sucedió.

Por ello, la frase hecha de políticos populistas de “estamos pensando en agravar las penas” de tal o cual delito muestra una ignorancia extrema en la materia. Las escalas penales del Código Penal argentino ya son enormemente drásticas, y desde la llamada “Ley Blumberg”, que implicó un retroceso notorio, es peor de lo que ya era.

Respecto de la “seguridad”, no soy un experto justamente en ese tema. Pero, dicho a grandes rasgos, las tareas policiales de prevención son mucho más importantes, en lo que respecta a la disminución del delito, que la función represiva de la pena (“represión” no tiene, en el lenguaje culto, el componente despreciativo que tiene en el lenguaje popular; el Código Penal se expresa en muchos tipos penales: “Será reprimido con equis pena… el que… etc.”. También en alemán el sentido de la palabra “represión” es el de reaccionar contra un hecho negativo del pasado, por oposición, en este sentido, al de “prevención”).

Ello no quita que haya teorías de la pena que se denominen “prevención general” o “prevención especial”, en el sentido de que puedan cumplir una función disuasoria sobre la generalidad o la persona específica que ya ha cometido el delito (la idea de la “resocialización”). Pero una relación verídica entre derecho penal (drástico o humanitario) y “eliminación del delito” ni hay ni podría llegar a haber.

Acerca de cómo dar pasos para lograr mayor seguridad en la vida social no puedo decir nada, porque no soy entendido en esa área. Lo lamentable es la violencia general que se vive en el pulso cotidiano. Cuando yo era niño, los chicos iban al colegio solos, sin temores. Hoy cada padre tiene que acompañar al niño hasta casi… adentro de la escuela. Cualquier discusión de tránsito, además, deviene en una pelea drástica y, en ocasiones, en homicidio. ¿Cómo se pudo llegar a esa desvalorización del valor de la vida del prójimo?

Tal vez, lo primero que haría falta es una campaña por “la paz social”, lo cual, habiendo enorme cantidad de gente en grado de intensa pobreza es difícil de lograr, porque ya la pobreza es violencia contra el desposeído, quien, a su vez, si acampa en una gran avenida para cortar todo tránsito, también asume la violencia como forma de vida. Entonces, este círculo violento es difícil de cortar.

¿Qué opinas sobre la reforma del Código Penal? ¿Cuáles serían, a tu criterio, las reformas imprescindibles que puedan ayudar a bajar los índices del delito?
Por lo mismo que dije al responder la pregunta anterior, no hay ninguna reforma al Código Penal que pueda servir para “bajar el índice de delitos”.

Una reforma del Código Penal debería estar orientada más bien a un moderno sistema de penas y medidas de seguridad. Respecto de esto último, la medida se basa en la peligrosidad residual de un autor. Su peligrosidad hace legítimo su encierro en custodia de seguridad, en tanto ese peligro no desaparezca.

Pero, para hacer un sistema de penas y medidas de seguridad racional y humanitario, hace falta una inversión millonaria. Y esa parte de la población siempre queda preterida ante la opinión pública. Sin embargo, las sociedades están obligadas a que el sistema de ejecución de la pena sea humanitario, se viva en condiciones dignas. Una prisión europea (p. ej., de Suecia o de Alemania) y una prisión de la Argentina no tienen ningún punto de contacto. Hubo un caso de extradición requerido por la Argentina, en el que el sujeto habido en Alemania demostró las condiciones indignas en que había cumplido una parte de su prisión preventiva durante su proceso penal en nuestro país, y eso determinó que un tribunal alemán rechazase el pedido de extradición.

En cambio, las reformas al sistema dogmático del hecho punible no son urgentes. Podría mejorarse esto o aquello, pero no es lo esencial en caso de una reforma.

En Salta y Jujuy se ha implementado el cambio de la dirección de la investigación inquisitiva a la acusatoria con muchísimo éxito. ¿Creés que el resto de las provincias deberían seguir el mismo camino? ¿Ves factible que en algún momento lleguen estos cambios a nuestra Capital Federal?
No conozco los sistemas de Salta y de Jujuy. Pero no creo para nada en que el cambio del viejo sistema inquisitivo al así llamado “acusatorio” haya implicado una mejora notoria del sistema procesal penal. En gran parte, el sistema es hoy “mucho más inquisitivo que antes”. Un defensor oficial de la provincia de Buenos Aires me dijo un día: “Doctor, cuando nosotros llegamos al proceso, ya está ‘todo hecho’; todos los peritos son peritos ‘de la acusación’ ”.

Recuerdo cuando Julio Maier decía que la investigación en manos del Ministerio Público era un gran avance y que eso implicaba “mayores garantías para el imputado”. En eso creyeron muchos jóvenes de entonces (aludo a los años ’80) de mi propia cátedra. Pero esa idea es tan absurda como si uno dijese que la “investigación en manos del imputado representaría mayores garantías para la fiscalía”. Permítaseme no extenderme más sobre este aspecto.

¿Cuán desarrollado está el Derecho Penal en Argentina en comparación con el resto de Latinoamérica y el mundo?
No puedo comparar con el resto de América Latina, porque no conozco el sistema de otros países del cono sur. Tampoco puedo comparar con el “resto del mundo”. Sólo puedo comparar, hasta cierto punto, con el sistema alemán. Es verdad que Alemania tiene un procedimiento preliminar en manos del Ministerio Público, pero, como regla general, un funcionario alemán promedio es mucho más serio que un funcionario argentino promedio. Aun así, Alemania, siguiendo instituciones americanas, que se imponen aquí y acullá, corrompió mucho su sistema con “acuerdos sobre la pena” (nuestros, así llamados, “juicios abreviados”, abiertamente inconstitucionales), “reducciones de pena por delatar co-imputados” y muchas otras decadencias admitidas primero subrepticiamente, y, luego, legalizadas. Eso fue haciéndose a pesar de la oposición expresa de los más destacados profesores de derecho, pero todo terminó siendo convalidado. Este punto atañe a la eticidad del Estado. Éste no debe ofrecer “rebajas de ocasión” a cambio de delaciones, porque tal proceder lo reduce al nivel del delincuente y termina alentando a la formación de asociaciones criminales.

¿Cómo ves hoy a la educación de derecho en nuestro país? ¿Te parece que hay contenidos que deberían sumarse a la formación de los abogados que todavía no estén en la currícula?
No sabría responder bien esta pregunta. Creo que uno de los problemas de las universidades públicas es que son “demasiadas”. No puede haber un total de diez mil profesores de Derecho de universidades públicas. Eso hace pensar que fuéramos unos genios en Derecho. Sé que con esto no toco el tema propio de la pregunta, pero atañe a la parte inicial: “cómo veo a la educación en Derecho”. Para comenzar, añoro los tiempos en que había grandes aulas, varias de ellas, para dar clases para doscientos o trescientos, en lugar de subdividir cada gran aula en “habitáculos cuasi mono-personales”, es decir, uno que “hace de profesor”, y quince jóvenes alrededor. Creo que debería distinguirse bien entre “grandes clases universitarias de profesores titulares” que configurasen el dictado de toda la materia, y pequeños grupos acompañantes que se ejercitaran en discusiones o resoluciones de casos. A modo de ejemplo: si uno tiene un aula muy grande para escuchar a Max Weber, es mejor dejarla intacta para escucharlo, y no, p. ej., subdividir ese espacio en 15 aulitas pequeñas para que hable “Juan X” en una, “Pedro Z” en la otra, etc.

Respecto de la currícula de asignaturas, no soy experto para opinar. Creo, con todo, que algunas universidades privadas, como UTDT o UdeSA, lograron planes más modernos, sin perder contenidos. En lo que atañe a la UBA, no celebré el cambio que se produjo, en el plan de estudios, a partir de 1984, por más que tengo por el decano normalizador de aquel entonces, Don Eugenio Bulygin, como filósofo del Derecho que fue y de quien mucho aprendí, una enorme estima (lo hemos perdido hace poco tiempo).

Describiré mis objeciones al plan surgido en aquella época con una anécdota. En los años ’90 tuve una charla con un estudiante que había comenzado el llamado “Ciclo Profesional Orientado”, más conocido como “CPO”. Él me dijo: “Ahora estoy haciendo esa parte de la carrera en que das ‘Tortugas Ninja I’ y ‘Tortugas Ninja II’”. El comentario daba a entender que en la lista opcional de “hacer puntos” de CPO, aparecía toda clase de materias, dictadas a veces –a mayores– por personas no calificadas.

Pero esa sería una lectura sesgada; verdadera, pero parcial. Desde otro punto de vista, uno puede pensar que la Facultad de Derecho de la UBA, a la que yo sigo valorando mucho, deja abierto un “campo libre al espíritu investigador y creativo”, para construir por sí mismo una parte de la currícula. Qué proporción del estudiantado está en condiciones de sacarle provecho a esa ventaja es “harina de otro costal”.

Durante muchos años la Universidad de Buenos Aires fue considerada el mejor lugar para estudiar derecho, ¿te parece que esto continúa siendo así o que la universidad pública fue perdiendo terreno?
También “difícil de responder”. Si yo contestase que sí, que ese es el “mejor lugar”, ofendería de algún modo a los colegas, muchos de ellos queridos por mí –alguno que otro, además, discípulo mío–, que dictan una materia u otra en la UTDT o bien a colegas de la UdeSA, donde yo mismo dicto clases hoy en día. Pero si un estudiante promedio, egresado, p. ej., de un colegio secundario bilingüe o trilingüe (español, inglés, alemán), me preguntase sobre qué universidad elegir para estudiar Derecho, probablemente yo le diría que estudie en la UBA. Eso sí, le explicaría que, para cada asignatura, tiene que buscar cuál es “el Fulano” que realmente “sabe de la cosa”. Porque en la UBA, si uno “busca de a uno” a los maestros, los encuentra. Hay también una enorme cantidad de profesores de menor jerarquía, al igual que el estudiantado tiene un 5% de estudiantes brillantes, un 10/20% más, que acompaña como muy buenos estudiantes, pero un gran porcentaje se va conformando con franjas de personas menos preparadas, hasta grados muy bajos. Eso se pone muy de manifiesto, p. ej., en los exámenes escritos, por las dificultades para expresar un pensamiento con corrección (gramatical y de contenido). Entonces, el estudiante tiene que ser muy selectivo en la búsqueda de profesores y en la búsqueda de “cursos” particulares (pues no “da igual” cualquier curso).

Esa enorme diversificación –que en parte es una ventaja, pero también un perjuicio– no se da en las universidades privadas (aludo a las buenas, porque hay otras menos calificadas). Pero, como contrapartida, tener un grupo selecto de estudiantes y profesores, más bien reducido (en comparación con el universo de la UBA) hace que en cierto modo uno continúe un secundario calificado con título universitario toda la vida y se aleje así de lo que será la sociedad real en la que tendrá que moverse posteriormente.

De todos modos, la pregunta encierra un dilema. Porque la UBA no agota el universo de las “universidades públicas”; y no en todas éstas se puede hallar ese maestro que “sí sabe de la cosa”. Esa es mi impresión (no puedo asegurarlo).

De todos modos, como problema general en los profesores de Derecho uno se topa con el siguiente inconveniente. “Profesores profesionales”, en el sentido de que se pasen la vida estudiando, investigando y enseñando, hay muy pocos o no hay (me refiero al Derecho, no a otras disciplinas científicas). Lo que es habitual es encontrar a un juez enseñando el caso que resolvió “el mes pasado” o un abogado que está al frente de la clase y que cuenta “lo interesante que es el caso que está atendiendo ahora”.

Las universidades chilenas tienen profesores que “viven de ser profesores” y no “de otra cosa”. Esa diferencia se nota mucho en la calidad de las publicaciones. En la Argentina hay muchísimas publicaciones no calificadas.

Contanos de tu experiencia en Alemania… ¿Cómo y por qué decidiste instruirte allí?
El “cómo” y el “porqué” en parte ya lo he explicado. Pero tal vez debería añadir algo. Cuando yo era ayudante de Bacigalupo, él me dijo un día: “Siempre estudie por un europeo; después lea lo que los profesores le pidan acá para conocer qué quieren escuchar; pero, para saber, lea europeos”.

Era difícil encontrar autores europeos en todas las materias. Quizá hoy sea más fácil, porque las comunicaciones se han revolucionado. Pero en aquel entonces había que encontrar EL libro que había escrito UN civilista alemán, para dar tan sólo un ejemplo. En ese mundo europeo, los alemanes siempre hacían una diferencia. Especialmente en Filosofía del Derecho, a mí me interesaba más Kelsen, p. ej., que H. L. A. Hart, aunque ambos eran muy estudiados en aquella época. Luego vino ese “iusnaturalismo moderno” que a mí no me estimuló demasiado. Pero, digamos, en Teoría general del Derecho, Filosofía del Derecho, Teoría del Estado, Teoría del delito, etc., el mundo alemán ofrecía muchas variantes de obras traducidas (por entonces yo no leía aún alemán, por más que había hecho el intento de cursar en el Goethe Institut varias veces, pero abandonaba pronto, en el segundo o tercer curso).

Estaba además el peso de la historia de mi maestro. Si yo había aprendido con él, debía seguir un camino que se pareciese al suyo. Tenía que ir a Alemania. Fue impresionante, por decir poco, “caer de golpe” en el Seminario que dirigía Jakobs. Yo ya sabía mucho de la dogmática penal de posguerra. Y había traducido un libro de un discípulo de Armin Kaufmann, Diethart Zielinski, que fundamentaba ideas similares a las que yo tenía por correctas (anidaban, en suma, en la teoría de las normas de Armin Kaufmann). Dicho brevemente: ¿por qué razón la acción de quien dispara contra el prójimo va a ser más grave si el proyectil perfora la cabeza que si pasa rozando la oreja? Pues uno es “culpable” de aquello que uno puede controlar. “Culpabilidad” es la “motivación defectuosa” en contra de una norma. Pero en la producción de un resultado inciden muchas variables causales. Una gran parte de esas variables, las que inciden en lo que podríamos llamar micro-causalidades, no podemos influir o no podemos controlar al 100%. Entonces, la dirección de la acción hacia el fin propuesto tiene que marcar el contenido del hecho ilícito; no los resultados de esas acciones. Por cierto, esto también era discutido en el mundo anglosajón, con argumentos similares. Pero yo lo había aprendido a partir de autores alemanes, y discutir sobre esto con Jakobs fue un “plato delicado” en el menú de mi vida académica. Como se suele decir… fue como “tocar el cielo con las manos”.

Por supuesto que hay muchos otros centros de estudio importantes en el mundo.

¿Cómo ves hoy a los nuevos abogados? ¿Cuál sería el primer consejo que le daría a un joven que acaba de recibir su título de abogado?
No creo que yo sea hoy en día muy idóneo como para aconsejar a un joven abogado. Desde que yo estudié a hoy el mundo jurídico ha cambiado mucho. Pero si un joven me pidiera consejo (antes, cuando había menos diferencia de edad entre jóvenes graduados y yo, sí daba consejos), lo que de hecho sucede cada tanto, me sentaría a discurrir sobre cuáles son sus apetencias intelectuales o profesionales. A su vez, hay que adaptar los consejos a lo que cada uno “pueda hacer realmente”. No es lo mismo la situación de un joven que, casado o no, ya tiene cargas de familia (p. ej., dos hijos), que una persona soltera que puede ir hacia donde quiera. En cada caso, hay que ser cuidadoso con la situación particular de cada quien. Esto tal vez yo no lo tenía tan claro –por obvio que ahora me parezca– cuando era un profesor joven (tuve una cátedra a cargo ya a los 35 años). Pero, tras haber llevado adelante un matrimonio que procreó en tres ocasiones (dos damas y un caballero), es decir, al haber vivido en una familia con tres hijos, uno ve en qué medida queda condicionado el camino propio por el esquema general de vida que uno ha desarrollado. Cuando mi esposa leyó su tesis doctoral y obtuvo el grado de “doctora”, yo la induje a que se postulase a una beca de la Fundación Humboldt. A ella le parecía un proyecto difícil de realizar, con tres hijos que por entonces tenían 13 años (nuestra hija mayor), 9 años (nuestro hijo varón) y 7 años (nuestra hija menor). Yo creía que “podría con todo”… que ella haría su investigación (en esta ocasión, en Freiburg i.Br., bajo la tutoría del Prof. Wolfgang Frisch) y que yo cuidaría de los hijos, que a la vez tenían que ir al colegio en esa ciudad y mejorar su alemán incipiente, pero, a mayores, hacer el esfuerzo de cursar por Internet, paralelamente, mediante el Servicio de Educación a Distancia (SEAD), a fin de mantener su clase en la Argentina. Sí, el “dibujo” de la situación estaba bien. Pero hay imponderables con los que uno no cuenta. Ocurrió que fuimos a Alemania, cuando ella ganó su beca, en julio de 2006… llegamos el día en que Italia se enfrentaba con Francia en la final de la copa del mundo de Alemania 2006. Todo “muy lindo”. Pero un mes después tuve un infarto. Fui socorrido por una ambulancia de la Cruz Roja y atendido en el St. Josefskrankenhaus de Friburgo (Hospital de San José). ¿Qué habría ocurrido con mi esposa e hijos si yo hubiera muerto ese día? No lo sé; pero, como saldo, queda lo siguiente: el contexto en el que uno vive es muy importante para tener en cuenta a la hora de tomar una decisión y proyectarse hacia “alguna parte”.

Con todo, aquel año de investigación de mi esposa arrojó por fruto su libro de Medidas de seguridad. En los últimos tres meses yo mismo conté también con una beca de re-invitación de la Fundación Humboldt. Regresamos a la Argentina a fines de octubre de 2007. Años después, cuando se hizo el libro de homenaje al profesor Frisch, mi señora y yo participamos con un artículo cada uno. Es una situación que pocas veces se ha dado (ambos cónyuges extranjeros, participando en un libro de homenaje a un autor alemán, por su 70.° cumpleaños).

En resumen, uno puede mostrarle a un joven “un camino”, “dos caminos”, pero nadie maneja todas las variables posibles de lo que se puede hacer. Cada joven puede inspirarse en la vida de los mayores o, a la inversa, sentir tanto rechazo que haga todo lo contrario.

Narrar estas vicisitudes es una forma de “dar consejos”. Dicho a modo de lema: tenga bien en cuenta “todo lo que puede pasar”.

¿Cómo ves el funcionamiento de la Justicia hoy en la Argentina y cómo ves al fuero penal en particular?
En primer lugar, haré un “excursus” sobre la voz “justicia”. En español se produce una ambigüedad nada feliz con la expresión “justicia”, en el sentido del valor que distingue lo justo de lo injusto y “justicia”, en el sentido de “Poder Judicial”. Yo raramente llego a usar el sustantivo “justicia” en ese segundo sentido. Ese uso “doble” conlleva varios perjuicios. En primer lugar, incita a presuponer que la sentencia que dicta un tribunal es en sí “justa”, lo cual –obviamente– puede no ser el caso. En segundo lugar, se parte de la base de que la “justicia” fuera un asunto que sólo atañe al Poder Judicial, como si el Poder Legislativo pudiera dictar “leyes injustas” o el Poder Ejecutivo, “decretos injustos”. La justicia como valor es un asunto que concierne a todo ciudadano (no en el sentido de “tener ciudadanía de un Estado”, sino en el de ser un sujeto de la Polis).

En alemán no se da esa ambigüedad, pues “justicia”, en el sentido de lo justo y lo injusto, de la “diosa Diké”, digamos, se expresa con “Gerechtigkeit”, mientras que el servicio de administración judicial se puede decir “Justiz” (pero no tiene el sentido de “Gerechtigkeit”) o también “Rechtspflege” (servicio jurídico o judicial).

Por otra parte, yo siento que el hombre (en el sentido bíblico, de: “ser animado racional”, “Dios creó al hombre varón y mujer”) no puede ser justo. Se trata de una “aspiración” del género humano, que no puede ser satisfecha realmente, sino que, a lo sumo, se puede tender hacia allí. Es por eso que en las relaciones sociales hay tantos resentimientos recíprocos: entre padres e hijos, entre parientes lejanos o cercanos, entre amigos, entre profesores y estudiantes, entre colegas, etc. En suma, cada uno le reprocha a otro que éste ha sido “injusto” con aquél. Posiblemente por eso la justicia aparezca tantas veces invocada como atributo de Dios en los Salmos, así, p. ej., en el Salmo 58 (57): “Sí, hay un fruto para el justo; sí, hay un Dios que juzga en la tierra”. Es una forma de percibir la imperfección del hombre (aunque allí mismo también hay un dejo de confianza en la posibilidad de que haya “hombres justos”).

A pesar de ello, especialmente la gente que trabaja en los tribunales, sea como juez, fiscal o empleado, cree que hace algo “más noble” que aquel que litiga (el fiscal litiga también, pero se siente “parte de la justicia”). Una vez escuché de un juez, hace muchísimos años, algo así: “Es la función más parecida a la de Dios que hay en la tierra”. Yo quedé horrorizado, incluso “me da pudor” contarlo, pues yo respetaba mucho a la persona que lo dijo. Si, en cambio, uno le pregunta a un abogado de la matrícula cuál es su opinión sobre los tribunales él le dará una imagen muy alejada de aquella frase.

Con las consideraciones anteriores no pretendo eludir el “núcleo sustancial” de la pregunta, la cual, reformulada, podría rezar: “¿Cuál es su opinión sobre el servicio de administración judicial, en particular, en materia penal?”

Me limitaré a la materia penal, pues no puedo evaluar en absoluto las otras áreas. Creo que es una de las peores épocas de las garantías del imputado. La cantidad de condenados que sustancialmente sean inocentes que puede haber hoy en instituciones carcelarias argentinas es “incalculable”. No quiero entrar en detalles, porque me llevaría al desarrollo de ideas que he expresado en diferentes obras. Cada quien podrá percibir a qué estoy aludiendo.

Además, la incidencia de los medios de comunicación es impresionante. Esto también ocurre en los países desarrollados. Y sucede que un juez, como cualquier otro trabajador, quiere “no perder su trabajo”. Y él bien sabe que, si resuelve de manera contraria a lo que pretenden los medios de comunicación (algunos son más dominantes que otros, pero, respecto de ciertos temas, incluso medios que combaten entre sí, coinciden “en el mal”), sí puede perder su trabajo. Podrá ir “contra la corriente” un “par de veces”, pero no siempre (tampoco se da que los medios estén “siempre equivocados”; si bien es una tendencia… pueden tener un acierto también). Entonces, él está compelido a fallar en cierto sentido, al menos la mayor parte de las veces. Para poder resistirse a esa compulsión tendría que tener cualidades personales espirituales muy particulares.

En una carrera profesional como la tuya seguramente ha habido varios momentos en los que has “anotado goles” ¿Cuáles fueron y qué se sintió haberlos concretado?
Si yo hablara de “haber hecho goles” supondría que “vencí a un arquero”, es decir, que le hice un “gol a alguien”. No me gustaría describir mi trabajo de esa forma. Podríamos decir, quizá, ¿cuáles fueron mis logros? Incluso con esa denominación habría que relativizar mucho la respuesta posible. Porque, p. ej., antes de tener hijos, incluso ya casado, pero sin hijos, uno puede pensar que una tesis doctoral es un “gran logro”. Pero después de ser padre, los desafíos de la formación, educación e intercambio humano con los hijos (sobre todo los “errores” de uno como padre, que suelen ser muchos), cambia enormemente la perspectiva de cuál es la trascendencia de lo que uno hizo como profesional.

Pero si me mantuviera en el plano profesional, mi logro mayor es haber podido andar el camino que me había trazado, haber alcanzado los objetivos que me había propuesto. Diría incluso que sobrepasé en mucho mis expectativas. Básicamente, yo quería ser “profesor de Derecho Penal” y “doctorarme” con un buen trabajo de tesis. Y ocurrió que fui catedrático, de los 35 a los 45 años, como “profesor asociado”, y de los 45 a los 70, como profesor titular en sentido estricto; también fui profesor de otras universidades. Tras mi retiro de la UBA a los 70 años, fui designado “profesor emérito”. Y, poco después, distinguido como uno de los 200 designados por los 200 años de la fundación de la Universidad de Buenos Aires, un, por así decirlo, “UBA-200”, como reza “uno de mis barbijos de protección del Covid”.

Pero también quería ser becario en el extranjero. Y lo fui por un año en la Universidad Complutense de Madrid, becado por el Instituto de Cooperación Iberoamericano (1985-1986). Y tras obtener el título de doctor de la Universidad de Buenos Aires, a los 39 años, me postulé a una beca de la Fundación Humboldt, que me permitió pasar esos dos años, con más seis meses auto-financiados (hoy sería impagable para mí), para terminar mi investigación, que fue publicada en alemán y en español, lo que me hizo muy conocido en Alemania. Esta obra devino en mi segunda tesis doctoral, ante la Universidad Complutense de Madrid.

Ni pensaba en que, al final de mi carrera, hubiera un Libro de Homenaje editado en Alemania, dedicado a mi persona. Justamente mi mujer me había preguntado una noche, cuando yo tenía unos 68 años: “¿Qué actitud vas a tomar respecto de un Libro de Homenaje? Porque seguramente van a preguntarme”. Le respondí aproximadamente esto: “No quiero ningún homenaje. La vida de uno es su propio homenaje, con los aciertos y con los errores. Porque en los libros de homenaje no se habla de los defectos de la persona homenajeada. Además, los homenajes están ‘llenos de vanidades’, sobre todo del homenajeado, pero en parte también de los que homenajean”. Pasaron unos segundos y agregué lo siguiente: “Ahora, si me dijeras que el Prof. X, de Alemania, dice: ‘Hagámosle una Festschrift a Herr Sancinetti’… ahí tal vez tiraría ‘al tacho’ todo lo que acabo de decirte”. A los pocos meses llegó una propuesta del Prof. Hilgendorf (Universidad de Würzburg) para hacerme un homenaje. Y me venció la vanidad; dije que sí.

Fuera de ello, mi lista de publicaciones, incluidas mis traducciones (ca. de cinco mil páginas traducidas) son “mis logros”. Pero, por encima de ello, vale la cadena de discípulos que generé, que son mi orgullo máximo en mi vida de profesor. No quisiera hacer nombres aquí.

¿Cuál fue la “época de oro” de Marcelo Sancinetti y por qué?
Si hablase de una “época de oro” la expresión me quedaría “demasiado grande”. Diría que mi época “más glamorosa” fue la de los dos años y medio que pasé en el Rechtsphilosophisches Seminar de la Universidad de Bonn, viviendo en el barrio de Bad Godesberg, en el que Graf zu Dohna había fechado el prólogo de su libro, traducido como “La estructura de la teoría del delito”, cuando Bad Godesberg era una ciudad aparte, cercana a Bonn.

Allí, además, fui padre por primera vez. Los días de los nacimientos de mis hijos fueron los más plenos de mi vida. En este sentido, entonces, yo trazaría un arco desde que me casé, a los 38 años, hasta mis 50 años, como la mejor época, pues en ella nacieron nuestros hijos.

¿Cómo ves el funcionamiento de la Corte Suprema hoy en día? ¿Qué te pasa cuando escuchas las críticas –a veces tan duras– que reciben los ministros por parte de los políticos? ¿Cuál consideras que sería el tamaño ideal de la Corte?
Sobre la primera parte de esta pregunta no puedo decir nada, porque mi esposa es funcionaria judicial en la Corte Suprema.

Acerca de la actitud de los políticos sí puedo expresarme libremente. Creo que es impropio tanto criticar como elogiar a los ministros de la Corte Suprema. Un jurista puede comentar un fallo, pero no es “de estilo” hacer críticas sobre las personas. Con todo, esto, en cualquier caso, podría hacerlo “el ciudadano”, pero no un político que ocupa un cargo de gobierno o en el Poder Legislativo. Eso es tan impropio como si un ministro de la Corte criticase al presidente de la Nación porque “está gobernando mal”. Eso no le corresponde a un juez. El ciudadano libre de cargos funcionales sí puede expresarse con libertad.

Pero ahora vayamos un poco más a fondo en este punto. Le hace daño a la Polis que un miembro del Poder Ejecutivo esté diciendo que hay que remover a jueces de la Corte. Recuerdo lo que decía el ministro Béliz, cuando Néstor Kirchner se alistaba a hacer remover a gran parte de la Corte Suprema, en 2004: “El pueblo no quiere a esta Corte”. Lo que “quiera el pueblo” es irrelevante a ese respecto. Porque el Poder Judicial, precisamente, “tiene que no ser de orden democrático”. Así, p. ej., si millones de personas proclaman que mi casa tiene que pasar a manos del Estado, porque la deuda pública es grande, los jueces tienen que tener la libertad suficiente de poder decir: “lo que digan millones no interesa, si la casa es del Sr. X”. 

Dicho de otro modo. Uno puede tener el peor concepto de determinada Corte. Pero, institucionalmente, la Corte Suprema es el máximo tribunal del Estado, y, como tal, debe ser respetada. Un atropello verbal del Poder Ejecutivo o de legisladores es, en mi opinión, moral e institucionalmente reprobable.

Sobre la última parte de la pregunta no me considero idóneo para responder. No sé cuál sería el número ideal posible de jueces de la Corte.

Hemos leído una aclaración tuya con relación a que la prisión preventiva NO es una pena y que debería ser totalmente excepcional…
Que la prisión preventiva NO es una pena es un valor entendido incluso por no ilustrados. Porque es una medida procesal dictada antes de una sentencia de condena firme. Por tanto, no puede ser una pena, dado que ésta presupone un juicio previo (art. 18, CN). Hace algunos años, cuando fueron dictadas un sinnúmero de prisiones preventivas contra miembros del gobierno anterior al que gobernaba en ese momento, traduje un artículo del profesor Helmut Frister (Düsseldorf) sobre “La presunción de inocencia”, porque trataba a fondo las condiciones de validez de una prisión preventiva. A los casos de “peligro de fuga” y “posibilidades de entorpecer la investigación” –que hay que interpretar a su vez de modo restringido, no se puede “meramente invocar” que hay tales peligros sin demostrarlos en concreto–, Frister agrega el caso del “peligro de reiteración del hecho”.

Comoquiera que sea que pueda ser fundamentada esa causal, lo cierto es que ésta es interesante y digna de consideración. Pues no sólo un caso de sospechas de un violador u homicida serial, sino también la sospecha fundada de que alguien que ha sido captado en dos robos a mano armada, montando una moto puede reiterar el hecho, podría ser causal para dictar una prisión preventiva y denegar la excarcelación. Pero, a la vez, si uno “amplía mucho” este concepto, entonces todo imputado “pasa la vida en prisión”, antes del “juicio justo” (si es que puede haber en sí un “juicio justo”).

Si la prisión preventiva ha excedido un plazo razonable, el juez o tribunal competente debe poner al imputado en libertad. Si eso no ocurre, se debería morigerar lo sufrido anticipadamente, en la medición de la pena. La llamada “ley del 2 x 1”, si bien producía situaciones de injusticia distributiva (pues la interposición o no de recursos podía variar el tiempo de encierro de dos sujetos que hubieran sido condenados por el mismo hecho y a la misma pena), al menos se hacía cargo de las falencias del sistema y no ponía toda la carga de los déficits del Estado en los hombros del imputado. Si esa ley fue derogada, entonces hay que pensar en una disminución de la pena a imponer dentro de la escala penal o bien en una forma de reparación patrimonial. Digamos: algo que compense el mal estatal sufrido por el ciudadano. Por cierto, en la cuestión discutida hace pocos años sobre el beneficio legal compensatorio del 2 x 1 –derogado en 2001– la doctrina de la Corte correcta era la del caso “Muiña”, por más que se tratase de delitos de lesa humanidad; la modificación del caso “Batalla” implicó una lesión al principio de legalidad (art. 18, CN).

Participaste en una minuciosa investigación sobre el caso de trenes de Once, específicamente en la defensa de Julio de Vido. ¿Cómo se investigan casos tan delicados con temas tan específicos y ajenos al derecho? ¿Te apoyas en especialistas para armar tus presentaciones?
Todo caso jurídico –no sólo los casos penales– tienen un aspecto fáctico y otro de subsunción jurídica (o de “calificación jurídica”). Entonces, los hechos… si bien en cierto sentido sí son ajenos al Derecho, porque son meras facta, y no “normas”, son determinantes para la aplicación del Derecho. Hace falta la reconstrucción fáctica de un episodio ya ocurrido en espacio y tiempo. La reconstrucción del hecho es similar a la que uno haría si, en lugar de hacer una subsunción jurídica, quisiera conocer cómo sucedió algo, meramente por curiosidad, es decir, por tratar de saber la verdad.

En el caso de Once, originariamente, yo iba a ser un colaborador de los abogados defensores de Julio de Vido. Pues la parte de la “mecánica del choque” en sí la había estudiado ya con relación al primer juicio, una vez dictada la sentencia, a ciertos fines profesionales.

Pero cuando Maximiliano Rusconi, uno de los defensores, me propuso integrar su grupo de trabajo, yo acepté gustoso, porque conocía bastante bien el choque.

Toda la base de la acusación residía en que el maquinista había frenado un metro antes del límite oeste (es decir, el límite inicial) del paragolpes, y que, como consecuencia de este frenado, el coche cabecera “cabeceó”, se inclinó y se desató una serie de consecuencias que sólo estaban asumidas en el dictamen de uno de los peritos; no en el dictamen pericial del resto del cuerpo de peritos. El tribunal del primer juicio condenó a los empresarios sobre la base de ese cuadro fáctico. Pero esa base fáctica, es decir, la premisa mayor del razonamiento, era errónea.

¿De dónde surgía que hubiera habido una frenada un metro antes del paragolpes, que habría reducido la velocidad de 26km/h a 20km/h? Eso fue inferido de una errónea lectura de unos datos que arrojaba el GPS del coche cabecera. Anoto aquí los datos que sí eran correctos. Miremos los últimos metros: a las 8:29 y 22 segundos, el coche cabecera se desplaza a 27 km/h (aproximadamente: 7,60 m por segundo); a las 8:29 y 35 segundos, es decir, 13 segundos después, el coche cabecera sigue a 27 km/h; entonces ha recorrido casi 100 m en ese lapso (7,60 x 13 = 98,8 m); a las 8:29:48 (otros 13 segundos después) el coche cabecera va a 26 km/h (unos 7,25 m por segundo), una declinación compatible con la mera marcha en deriva por roce contra la inercia. A las 8:30:01 (o sea: otra vez 13 segundos después) se registra una velocidad de 20 km/h, y unos 15 segundos después se registra 0 km/h, es decir, que el coche cabecera se detuvo, lo que induce a pensar, “prima vista”, que primero iba a 27, luego a 26, luego a 20 y, finalmente, quedó en cero, después de chocar. Esta secuencia es correcta, si uno se limita a mirar la columna de las velocidades. Pero un físico amigo, quien, a mi pedido, había leído una parte de la sentencia condenatoria del primer juicio –aquí viene la ayuda de “especialistas”, tal como reza la pregunta final– me dijo: “La sentencia tiene una contradicción; dice que el coche cabecera bajó la velocidad a 20 km/h un metro antes del paragolpes y que luego chocó. Eso no puede ser, pues si miras la columna que registra la longitud (en el sentido de latitud y longitud) verás que todas las marcas de velocidad vienen en sentido descendente, lo cual está bien, porque un tren que viene del Oeste hacia el Este va aproximándose al meridiano de Greenwich (en números negativos, porque estamos al Oeste de ese meridiano, y la latitud también en números negativos, porque estamos al Sur del Ecuador). Pero fíjate que el n.° de longitud de 0 km/h tiene un número mayor (‐58,40742), que el número de longitud (‐58,40741) que se registra cuando va a 20 km/h. Eso significa que el tren chocó, bajó a 20 como consecuencia del choque, llegó hasta cierto punto y rebotó, como también bajó a cero”. En una conversación aparte me explicó que la velocidad es una función constante, entonces si en un momento un objeto va a 27 km/h y luego queda en 0 km/h, tiene que haber pasado por todos los números intermedios, si bien, dado el caso, en milésimas de segundos). Pero el cero quedó más al Oeste que la marca de 20 km/h; y es posible que esa marca se haya dado tras el rebote al final del andén, es decir, que fuera “a -20”. Esto es, dicho en términos aproximados lo que yo recuerdo de sus explicaciones.

Pues bien, el coche cabecera había quedado detenido (0 km/h) a 0,90 m o bien a 1 m pasando del límite Oeste del paragolpes. Dado que una diferencia de un dígito en el quinto decimal después de la coma (cienmilésima de grado) equivale (a nuestra latitud, pues ello varía, obviamente, de latitud a latitud) a 0,92 m, el límite Oeste del paragolpes estaba a una medida de longitud de ‐58,40743, un metro más al Este quedó detenido el coche cabecera, y unos 92 cm más al Este aun se había producido el registro de 20 km/h. Entonces la secuencia temporal no coincidía con la secuencia espacial. Temporalmente la secuencia era: 27, 26, 20, 0; pero, espacialmente, la secuencia era 27, 26, 0, 20.

Por consiguiente, todo el razonamiento del perito que se fundaba en que una frenada un metro antes del paragolpes había ocasionado una cadena de condiciones determinadas… tenía una premisa falsa. Esto era claro como el agua. No había que pensar en Sócrates para saber que eso era así. Por suerte, en las Matemáticas no se puede mentir, como sí en Derecho. Es posible que nadie haya notado eso en el “primer juicio”, pero en el juicio de Julio de Vido fue explicado con todo detalle. Además, si uno miraba cada frenada del maquinista, estación por estación, no había ningún problema para frenar. En general, él entraba a “excesiva velocidad”, pero comenzaba a aplicar el freno de servicio al comienzo del andén y la formación quedaba frenada al final del andén. En una estación “se pasó 8 m” del final del andén, pero por error de conducción (probablemente porque el andén de la derecha, por el cual a veces se orientan, era más extenso que el de la izquierda, por el cual circulan los trenes), no porque hubiera “un problema en los frenos”. En cambio, al llegar a Once, uno ve la grabación de la entrada a punta de andén y el tren va “en deriva”; no se aplican los frenos como en todas las estaciones previas. Esto puede haber ocurrido o bien porque el conductor, tras soltar el llamado “hombre muerto” (un freno de seguridad para el caso de desmayos o cosa similar), se adormeció, o bien porque perdió contacto cognitivo por alguna otra razón. Es sintomático que el conductor queda atrapado en su lugar de conducción, con los pies por debajo de la línea del paragolpes, sin marcas de haber hecho ninguna “acción defensiva instintiva” ni haber salido “corriendo hacia atrás”; en suma: ha de haberse dormido.

Un profesor de Derecho expresó, en un programa de televisión, posiblemente lo que quería escuchar su audiencia o los periodistas allegados a él. Dijo, aproximadamente. “Si nos quieren hacer creer que este estrago se produjo por culpa de una sola persona (el maquinista) es porque subestiman nuestra inteligencia”.

Yo he oído muchas veces ese “veredicto”. Le aconsejaría a los jóvenes (ese profesor no califica como tal, y para él, sería ya un consejo tardío) que nunca digan algo así. En primer lugar, uno se arriesgaría a que el otro le dijese: “Mira, vamos a hacerte un test de coeficiente intelectual, a ver hasta dónde da tu inteligencia”. ¿Qué sucedería si el interlocutor fuera muy poco inteligente? ¿En qué quedaría su “veredicto” jactancioso? Pero eso no es lo importante. Lo importante es que, para conocer “los hechos” no hace falta una inteligencia especial, sino estudiar situaciones fácticas con muchos elementos a la vista (que, en el caso concreto, no se reducían a lo que pude explicar aquí). Ese profesor, se nota, no estudió nada de la situación de hecho, que, como se ve por el primer juicio, no es tan fácil de reconstruir, incluso teniendo buena fe. Pues los peritos que decían, a diferencia del otro, que la marca de 20 km/h podía ser una consecuencia del choque, más que producto de una frenada, si bien intuían la respuesta acertadamente, no percibieron que la marca de longitud Oeste demostraba que, efectivamente, eso había sido así. Eso se les pasó por alto. Entonces, al profesor que no estudió nada del caso y que se pone a hablar de lo que no entiende, lo que le falta no es “inteligencia”, sino “conocimiento” de las circunstancias de hecho.

¿Qué opinión te merece el sistema carcelario tal y como está planteado en el país? Un penalista hace poco le dijo a esta revista que las condiciones de detención deberían tenerse en cuenta a la hora de dictar sentencia, ¿estás de acuerdo con esto?
No soy experto en sistemas carcelarios. Pero es evidente que las prisiones de nuestro país no satisfacen un estándar de derechos humanos compatible con la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

La cuestión de si las “condiciones de ejecución” deberían tenerse en cuenta en la medición de la pena la respondería afirmativamente. Porque sólo un Estado que puede ofrecerle al recluso condiciones de vida en prisión dignas, en situación de salubridad física y mental, con ciertas comodidades mínimas, puede imponer penas que se hallen, p. ej., por encima del primer tercio de la escala penal, que sería el punto de ingreso ideal, si las condiciones carcelarias fueran dignas.

También coincido –de modo similar a lo que dije respecto de una prisión preventiva excesiva– en que si la ejecución se dio en condiciones poco humanas, entonces eso debe tener una compensación en el marco de la medición de la pena.

Sabemos que eres un gran deportista y que estás muy atento al entrenamiento corporal. ¿Creés que el deporte hace a una mente sana? ¿Te sirvió el deporte en tu carrera profesional? En su caso, ¿por qué?
En el Liceo Militar había una exigencia física extrema, lo que daba por resultado una buena “formación física básica”. Pero, ya antes del Liceo, había practicado varios deportes. Lo que más me gustaba era atajar. Mi “arquero modelo” de la adolescencia era Carlos Buttice (de San Lorenzo, primer campeón invicto en 1968). Pero, de hecho, en 1.ª división sólo jugué hockey sobre césped. El deporte no era tan popular como es hoy, pero era un juego maravilloso. El grupo de compañeros del equipo era genial. Jugué en la 1.ª de Hurling Club algunos años, hasta que el “Derecho intenso” desplazó al deporte. Jugué mi primer partido a los 20 años, sin haber jugado antes (más que un partido entre árbitros). Pero ese club se había quedado sin arqueros, porque mi amigo Ovidio Sodor, el arquero titular, estaba entrenando y jugando para el seleccionado nacional, y no podía jugar en el club, mientras que el arquero suplente estaba suspendido. Entonces, dado que el sistema de ángulos de disparo es similar al del fútbol, y que, por otra parte, la dimensión del arco de hockey era “mucho más adecuada a mi estatura”, pude desempeñarme aceptablemente. En mis primeros tres partidos no recibí ningún gol; en el cuarto, contra Banco Provincia, empatamos 1 a 1, pero el gol que me hizo el goleador Rada –de córner corto– debería haberlo tapado con la mano (llegué a tocar la pelota, pero no a sacarla). Sobre el final del segundo tiempo, Banco Provincia tuvo otro córner corto. Me concentré todo lo que pude. Rada la puso esta vez más difícil aun, en el ángulo superior izquierdo (antes se podía tirar el córner a cualquier parte del arco), pero volé a “lo Buttice” y saqué la pelota con la mano (esta vez, sí). Esta jugada fue comentada en forma especial por “La Prensa” (27/4/1971).

Respecto de la pregunta de si el ejercicio físico y el deporte en particular ayuda a una mente equilibrada o perspicaz, recuerdo que mi madre solía decir lo que luego vi que era el lema de G.E.B.A.: “mens sana in corpore sano”. Pero, por lindo que suene este adagio, mi hijo Marcelo Agustín me dijo un día: “Pa’; Stephen Hawking es uno de los físicos más importantes del mundo y tiene limitaciones corporales severas”. A partir de allí, no dije más esa frase ni creo que le mente se haga más aguda cuanto más se ejercite el cuerpo (sigo haciéndolo, pero porque “es sano hacerlo”).