Comentarios para la “Divulgación Científica”

Observaciones sobre las imputaciones falsas en un proceso penal.
La situación actual en el sistema judicial-penal argentino.

Por Marcelo A. Sancinetti

En primer lugar, habría que distinguir entre los delitos de “denuncia falsa” y “falso testimonio”.

El art. 245, CP, prevé una pena de prisión con alternativa de pena de multa (es decir, una conminación penal no muy severa), para quien “denunciare falsamente un delito ante la autoridad”.

La jurisprudencia suele considerar que si, en una denuncia, por falsa que sea, está identificado un destinatario del hecho denunciado (como si fuera una persona a quien imputar un delito), entonces no corresponde proceder por “falsa denuncia”, sino que se trataría de un caso de “calumnia”, por lo cual el agraviado debería proceder por delito de acción privada, en los términos del art. 109, CP.

En realidad, ese criterio es erróneo, porque no hay nada en sí, en la descripción de la conducta típica del art. 245, CP, que imponga esta restricción.

De todos modos, en todos los casos de “denuncia falsa” en que la denuncia se formula en el carácter de “testigo”, la falsedad de la declaración implica de por sí, a la vez, un “testimonio falso”.

El tipo penal de “falso testimonio” está previsto en el art. 275, CP. En este caso, la conminación penal es más severa que en el art. 245, CP, y no tiene una alternativa de multa; es decir, sólo se prevé pena de prisión (de un mes a cuatro años) para “el testigo, perito o intérprete que afirmare una falsedad o negare o callare la verdad, en todo o en parte, en su deposición, informe, traducción o interpretación, hecha ante la autoridad competente” (art. 245, párr. 1.°, CP). El párr. 2.° del mismo precepto agrava la pena “si el falso testimonio se cometiere en una causa criminal en perjuicio del inculpado”; en este caso, la escala penal es de “uno a diez años de prisión”.

El tercer párrafo dice que en todos los casos “se impondrá al reo, además, inhabilitación absoluta por doble tiempo del de la condena”. Pero este párrafo puede quedar ahora fuera de nuestra consideración.

Lo que me interesa tratar aquí son los casos –sumamente frecuentes en la práctica judicial-penal de los últimos veinte años, lo cual, a su vez, va in crescendo– en que una imputación se funda exclusivamente “en la palabra” de la persona denunciante. En general se trata de una mujer que imputa a un varón; imputaciones de esta índole contra mujeres hay pocas; imputaciones de varones contra varones también hay, aunque no tantas como las del primer caso. Esa estructura, a la que la dogmática alemana llama casos de “declaración contra declaración”, es sumamente problemática, aunque la jurisprudencia argentina las resuelve “como si fueran simples”. Tal estructura se da en casos de “imputaciones de abuso sexual” e “imputaciones por violencia de género o intrafamiliar”, aunque de este último sub-caso, por un lado, puede haber indicios objetivos corroborantes y, por otro, también hay casos de denuncias de una mujer contra una mujer (así, p. ej., en caso de parejas de dos mujeres).

Cuando me refiero a casos en que la imputación se funda “exclusivamente en la palabra de la persona denunciante”, incluyo allí también los casos en que una psicóloga convalida la declaración con un dictamen simple (es decir, que no se funda en parámetros de determinado método de la Psicología de la declaración, los cuales, con todo, apenas si pueden elevar un cierto porcentual de chances de discriminación acertada entre verdad y falsedad) en el cual se dice que el relato “es verosímil” (“verosímil” es todo lo que no es “inverosímil”). También quedan incluidos aquí los casos en que la imputación se funda en la narración de un niño (mujer o varón) que imputa a un padre (generalmente, al padre varón, en muchos casos… con posterioridad a una separación o divorcio en sentido estricto de los co-progenitores) en una declaración que, ocasionalmente (no siempre) se hace en “cámara gesell”, en la que una psicóloga tiene que brindar un exequátur para que la defensa del imputado pueda formular preguntas; es decir, preguntas que ésta “puede” (al menos fácticamente, por más que eso sea contrario a principios constitucionales) rechazar.

El cuadro se completa con la “conquista del siglo XXI” de que, para evitar la así llamada “re-victimización”, se impide que el imputado esté presente en el debate, cuando en el juicio oral declara una de las personas que lo imputa (puede escuchar en lugar apartado; y en todo caso sugerir preguntas desde su aislamiento).

Ya el principio de la no “re-victimización” es cuestionable constitucionalmente, porque el proceso penal del Estado de Derecho está regido por el principio de la “presunción de inocencia” (o también: “principio de inocencia”). Según una formulación (imperfecta) de este principio, “el imputado debe ser tratado como inocente hasta que una sentencia firme lo declare culpable”. Por cierto, no se agota en eso, sino en que también la carga de la prueba pesa sobre el Estado (o el acusador particular) y que el silencio del imputado no puede ser tomado como indicio en su contra. Pero la formulación con la preposición “hasta” mueve a engaño, porque “hasta” sugiere que se trata de un suceso que inexorablemente va a ocurrir. La formulación correcta del principio reza: “el imputado debe ser tratado como inocente en tanto no haya sido declarado culpable por sentencia firme”.

Pero si ya al inicio del proceso se impide que el imputado pueda estar presente cuando declara la persona que lo acusa, se lo trata al imputado como si ya fuera culpable. Además, reduciéndole de a poco sus garantías procesales como si hubiera sido por “tracto sucesivo”, muchos menos se puede hoy en día proceder a un careo entre imputado y acusador, cuando es más fácil faltar a la verdad si uno no está delante de la persona a la que agravia que si lo está.

Pero hay otros factores que violan la “presunción de inocencia” de manera franca.

El primer factor es la ligereza con la que se ordena un auto de prisión preventiva (o una detención anterior al auto de prisión preventiva en sí), con el único argumento de que, por la escala penal “en expectativa” (si es que la imputación, a la postre, se convierte en condena), es de inferir que el imputado “tratará de burlar la acción del sistema judicial” (al que se le denomina, literalmente, “justicia”, término que yo evito si es que con eso se trata de caracterizar al sistema judicial). Por más que eso haya sido avalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tal forma de proceder viola la presunción de inocencia, porque los indicios relativos a que el imputado del caso concreto ha de tratar de burlar el procedimiento judicial tienen que surgir del caso particular, por indicios específicos, no partir de una “consideración general” (al respecto, cf. H. Frister, La presunción de inocencia, trad. de M. Sancinetti, revista de Derecho Penal y Procesal Penal, Abeledo-Perrot, Bs. As. 5/2018, pp. 899/908, con explicación particular de cómo se ha tratado de fortalecer la presunción de inocencia en la Unión Europea). En ocasiones, como fundamento de por qué se dicta una prisión preventiva, se añade que el imputado podrá destruir evidencia o atentar contra la base probatoria del juicio, lo cual es con frecuencia un absurdo, porque no hay ninguna “evidencia” que pueda ser “destruida” (ni siquiera existe en sí “evidencia”).

Contra eso último se podría argumentar que el imputado podría coaccionar a la persona denunciante a que revoque su imputación, es decir, a que se retracte. Pero, para hacer llegar una amenaza coactiva no hace falta “estar en libertad”. Quien es capaz de amenazar coactivamente a alguien para que modifique su declaración puede hacerlo incluso desde una situación de encierro, por persona interpuesta (quizá con mayor poder de intimidación aun). Además, para decir eso, hace falta demostrar un peligro concreto, fundado en el caso particular, de que este imputado muy probablemente podría amenazar coactivamente a la persona denunciante.

Pero existe una violación mucho más grave al principio de inocencia. Y, para ejemplificar esto, prefiero restringirme a los casos en que la imputación se da entre dos personas adultas; con frecuencia, una mujer contra un varón.

En los propios cursos de la llamada “Ley Micaela” se adoctrina en el sentido de que todas esas restricciones contra el imputado por un hecho invocado por una mujer son loables. Es decir, que el Estado ordena a los funcionarios públicos hacer cursos en los que éstos tienen que aprender doctrinas contrarias a la presunción de inocencia. Por lo demás, es muy impropio darles a las leyes el nombre de una persona difunta. Pues, si existe otra vida después de la muerte o cualquier otro estado de “supervivencia del espíritu”, es de suponer que ese espíritu sería más elevado que los seres terrenales; y no se puede saber si esa persona (y, para formularlo de otro modo: “si hoy estuviera viva”, en un estado espiritual superior) estaría de acuerdo en que un sistema de cursos a funcionarios públicos lleve su nombre.

Sin embargo, no es ese el punto en el que quiero concentrarme, sino en lo siguiente. En todos los casos en los que el imputado niega el hecho, como mínimo existe la posibilidad de que la imputación sea falsa (incluso puede ser falsa si él se atribuye el hecho como verídico, porque hay abundante doctrina de la psicología científica que explica la posibilidad de confesiones falsas). No es que esté asegurado que lo que él diga sea cierto, pero no lo está en la misma medida en que no está asegurado que lo sea la imputación de quien lo denuncia.

Si lo que el imputado dice es lo verídico, eso no necesariamente implica que haya un “falso testimonio”, en el sentido del art. 275, CP, pues este delito sólo es comisible dolosamente. Y la psicología científica (que no es la que se ejercita en los tribunales) ha demostrado que existen muchas formas de que sean generados “recuerdos falsos” o “falsas memorias”, por sugestión derivada de la acción de otro adulto (que a su vez también puede actuar de buena fe). Así, p. ej., Jaume Masip y Eugenio Garrido (La evaluación del abuso sexual infantil, Eduforma, Madrid, 2007; antes en:

 https://www.bienestaryproteccioninfantil.es/imagenes/tablaContenidos03SubSec/asigarrido-masip(1).pdf) dicen: “Esto cuestiona la utilidad del del disclosure work que practican algunos psicoterapeutas con sus pacientes: simplemente el imaginar un acontecimiento puede generar ‘recuerdos’ del mismo que pueden tomarse como reales” (op. cit., p. 54). Es decir, que una persona que declara sobre un abuso sexual después de haber ido a una terapia es posible que haya sido sometida a un tratamiento de “imaginación guiada”, “hipnosis” u otras formas de hacer “esfuerzos” por recordar o imaginar cómo pudieron haber “sucedido los hechos”, vía por la cual se puede inducir a “recuerdos falsos”. Además, el tema de “Dicho de buena fe, pero falso”, es un capítulo propio de la psicología del testimonio (cf., p. ej., U. Undeutsch / G. Klein, Dicho de buena fe, pero falso – De la problemática del valor probatorio de la declaración testimonial, trad. de P. Ziffer, revista de Derecho Penal y Procesal Penal, Abeledo-Perrot, 9/2011, pp. 1534 ss.). Por supuesto que los “recuerdos falsos” no son la única fuente de la imputación falsa, pues una gran parte de las acusaciones falsas son hechas con plena consciencia de la falsedad. Pero partamos de la mejor situación en ese universo: la imputación falsa, hecha “de buena fe”.

Ocurre que si ya el “tipo objetivo” del falso testimonio está completo (por más que la falsedad sea dicha “de buena fe”), eso debería motivar una investigación instructoria de parte del Ministerio Público, con la misma vocación con que se “investiga” (más bien se afirma apodícticamente la veracidad de la imputación desde el momento inicial del procedimiento) el delito atribuido por la persona denunciante (p. ej., de abuso sexual, la cual, en caso de infantes, puede ser su madre, a mayores: con posterioridad a un divorcio). Por consiguiente, no es legítimo que los fiscales de investigación y los jueces de garantías queden impasibles ante la afirmación del imputado de que lo atribuido es falso. Porque si lo atribuido es falso, el imputado está denunciando, en el mismo proceso, el delito de falso testimonio, por lo cual se debería actuar con la misma cautela y esfuerzos incisivos de investigación (ejemplo: incautación de teléfonos celulares para contralor de posibles mensajes que pongan en duda la veracidad de las afirmaciones, con amplio control de las partes sobre la prueba pericial realizada sobre los dispositivos electrónicos).

Ya el hecho de que el sistema “no funcione así” muestra que el proceso penal vigente no respeta la “presunción de inocencia” y todo el proceso penal transcurre, por tanto, en contra de un principio constitucional básico del Estado de Derecho.

Contra esto, no se puede invocar pronunciamientos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el sentido de que el abuso sexual sería “…un tipo particular de agresión que, en general, se caracteriza por producirse en ausencia de otras personas más allá de la víctima y el agresor o los agresores. Dada la naturaleza de esta forma de violencia, no se puede esperar la existencia de pruebas gráficas o documentales y, por ello, la declaración de la víctima constituye una prueba fundamental sobre el hecho…” (“J. vs. Perú”, sent. de 27/11/2013, párr. 323; bastardilla interpolada).

Pues –más allá de que la “libre valoración de la prueba” es asunto del tribunal que entiende en la causa local, que no está sujeto a “instrucciones internacionales”– que “la declaración de la víctima sea una prueba fundamental” es algo que podría ser afirmado sólo si, de antemano, se supiera “quién es la víctima”. Si el acusado dice que la imputación del hecho es falsa, y sucede que esto es lo verdadero, él es la “víctima” de falso testimonio, al menos en el aspecto del tipo objetivo (presuponiendo ahora la buena fe de la parte acusadora). Por tanto, la declaración de él tendría que ser igual de “fundamental”. En ese párrafo de la Corte IDH se comete de manera tan evidente como la de los ejemplos básicos de los manuales de Lógica una petitio principii, pues si de antemano se pudiera saber quién es la víctima eso ocurriría porque, por otras vías, ya se sabe que la persona “es la víctima”; pero si no se lo sabe de antemano y se pretende que las declaraciones sean la “prueba” del hecho y de su autor, dado que no existe hasta hoy un modo científico de distinguir entre declaraciones verídicas y falsas, no se puede saber si la persona declarante es efectivamente la víctima y ese carácter no puede deducirse de sus propias afirmaciones. Como diría Elizabeth Loftus, harían falta pruebas de origen independiente a su mera declaración (algo que los clásicos del siglo XVIII ya veían con claridad).

Pero hay casos en que es evidente que alguien es víctima, p. ej., de una violación de una mujer hallada golpeada y semi-inconsciente, poco después de la comisión del hecho (supóngase además: con rastros de semen en su cuerpo). Incluso en este caso, los procedimientos de “reconocimiento en rueda de personas” deben ser muy cuidadosos, porque el carácter de “víctima palmaria” de un hecho tampoco asegura la infalibilidad de una declaración.

Ha habido casos muy conocidos, en ámbitos diferentes al del abuso sexual, en que los parientes de personas fallecidas, que son víctimas indubitadas, hacen todo lo posible por que respondan, p. ej., en un incendio con resultado de muerte o en un choque de un tren contra el paragolpes de una estación terminal, las personas “más importantes” que sea posible hallar en un escalafón empresarial o de la función pública. Esto es “comprensible”, porque el ser humano, cuando realmente es víctima, no es que sea ni infalible ni puro en sus deseos de imputación. Con frecuencia sentirá saciado más intensamente su sed de venganza (pues el derecho penal no es otra cosa que la “racionalización de sentimientos atávicos de venganza”) si resultan condenadas muchas personas, y, en lo posible, “personas importantes”.

De los últimos veinte años, no tengo noticias de que un testigo o perito haya sido imputado por falso testimonio contra el imputado ni en el ámbito de la Capital Federal (CABA) ni en el de la provincia de Buenos Aires. Entonces: ¿parte el sistema de que todas las imputaciones hechas por testigos (en casos de abuso sexual u otras imputaciones) fueron veraces? Especialmente en el caso de imputaciones contra el imputado, la letra de la ley prevé una conminación penal más grave, si la imputación es falsa. Pero esto es “letra muerta”; sólo se lee “litúrgicamente” al testigo antes de declarar (y por poco falta aclararle: “un riesgo real de que, en caso de que Ud. incrimine falsamente al imputado, sea llevado a proceso penal por “falso testimonio agravado” no hay; por tanto, “declare tranquilo con falsedad”).

El sistema judicial-penal actual, incluidos los órganos internacionales de protección de los derechos humanos en América, no está en condiciones de poner un límite racional y justo a las imputaciones falsas, sino que más bien está armado sobre la base de una “gran apertura” a cualquier imputación, y, así, a la incitación a la imputación falsa. Esto no debe ser interpretado en el sentido de que no haya abusos sexuales verídicos; en ciertos casos, esos hechos están plenamente demostrados. Pero, cuando no lo están, no es posible distinguir entre casos verdaderos y casos falsos. Ahora bien, ¿por qué razón el sistema opera con una “inversión del principio de inocencia” sin el menor prurito?

Sobre bibliografía científica relativa al riesgo de “inocular” registros o de “recuperar” registros de memoria objetivamente falsos, mediante terapias de “búsqueda de recuerdos reprimidos”, habidos en el inconsciente, es fundamental el artículo de Elizabeth Loftus: The Reality of Repressed Memories, publ. en “American Psychologist”, vol. 48 (1993), n.° 5, pp. 518-537. Ese trabajo marcó un hito en la materia. Pero recientemente fue publicado un amplio estudio por diversos psicólogos cognitivos, entre los que cuenta también Loftus; cf. Hemry Otgaar, Mark L. Howe, Lawrence Patihis, Harald Merckelbach, Steven Jay Lynn, Scott O. Lilienfeld y Elizabeth Loftus: The Return of the Repressed: The Persistent and Problematic Claims of Long-Forgotten Trauma, en “Perspectives on Psychological Science”, 2019, vol. 14 (6), pp. 1072–1095; según resultados de investigaciones a que se refiere ese estudio, entre otras cosas, los antes denominados “recuerdos reprimidos” se han reintroducido riesgosamente, en las terapias, bajo la denominación de camuflaje de “amnesia disociativa”. Para un “vistazo de conjunto” de una entrevista de escasos minutos a E. Loftus por parte del diario “El País” (en inglés, subtitulado en español), véase:

https://www.youtube.com/watch?v=A4as8IP8tf0 ). Otra exposición más profunda y extensa de la misma autora (18 min.), con maravilloso estilo y narración de casos también comentados en su libro (escrito en coautoría con E. Ketcham) Juicio a la memoria – Testigos presenciales y falsos culpables, puede ser consultada en:

 https://www.youtube.com/watch?v=FMkZWXDulA4 .