Por Emiliano Gareca y Victoria Costa Ruiz, integrantes del Estudio Gareca & Asoc.
En los primeros días de enero, leímos y escuchamos a través de las redes sociales, un medio oficial de transmisión de la agenda gubernamental, expresiones llamativas. Las dieron tanto el Presidente de la Nación como el ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona. Las declaraciones eran: “Vamos a eliminar la figura del femicidio del Código Penal Argentino. Porque esta administración defiende la igualdad ante la Ley consagrada en nuestra Constitución Nacional. Ninguna vida vale más que otra”.
Pues bien, esta utilización sesgada y tergiversada del concepto de igualdad resulta una estrategia retórica repetida por el PEN que también fue esbozada en el polémico discurso de Milei en el Foro de Davos, donde aseguraba que lo que él denomina como “feminismo radical” genera una “distorsión en el concepto de igualdad”: “Llegamos al punto de normalizar que en muchos países supuestamente civilizados si uno mata a la mujer se llama femicidio, y eso conlleva una pena más grave que si uno mata a un hombre solo por el sexo de la víctima. Legalizando, de hecho, que la vida de una mujer vale más que la de un hombre”.
Vemos acá que la narrativa del gobierno no sólo resulta una amenaza concreta en términos políticos a las conquistas de las luchas que los movimientos de víctimas vienen llevando adelante desde hace décadas, sino que también resulta en una afronta a los derechos adquiridos tanto a nivel nacional como internacional, dejando absolutamente de lado todo marco normativo en el que se sustentó el debate legislativo que introdujo en tipo penal de femicidio.
En dicho sentido el Registro Nacional de femicidios de la Justicia Argentina, creado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en noviembre de 2015, en su primer informe remarcó que: “Se carecía de una palabra para expresar la forma más extrema de violencia contra las mujeres, producto de las relaciones inequitativas entre los géneros, por eso, fue necesario acuñar un nuevo término: femicidio. Concebir de esta forma los asesinatos de mujeres por razones de género permite una comprensión más profunda del fenómeno y sus causas, entre ellas un componente social que pone el eje en el hecho de que todas las expresiones de violencia contra las mujeres están arraigadas en construcciones de poder que ordenan las relaciones sociales entre hombres y mujeres”.
Simplemente, de la lectura de este pequeño fragmento, se advierte que el concepto de igualdad está en disputa con el discurso oficial. Es decir, vemos cómo la narrativa oficial entra en franca colisión con los términos de “igualdad ante la ley” y la “igualdad como no discriminación”. Esta discusión, como tantas otras, no es nueva y forma parte de la táctica de volver a traer debates cerrados y hartos discutidos (o al decir de Martín Rodríguez, un gobierno que extrema hasta límites nunca vistos el gusto por el conflicto, por cuestionarnos la Historia de raíz, por multiplicar diferencias, por importarlas, por hacer de cada tema micro-debates) a la escena pública para manipularlos de manera tergiversada y, con la ayuda de los algoritmos y de los ingenieros del caos, tratar de retroceder en la agenda progresiva de derechos de las mujeres. Pues bien, es necesario recordar nuevamente que esta disruptiva ya fue planteada y saldada en el ámbito académico de expertos constitucionalistas, cuando se analizó el contenido del derecho a la igualdad consagrado por el artículo 16 de nuestra Constitución Nacional.
En este sentido, nuestra Suprema Corte de Justicia hizo un primer acercamiento al contenido del derecho a la igualdad en términos individualistas, es decir, como la igualdad de trato ante la ley para aquellas personas que se encuentren en igualdad de circunstancias. Solo del análisis de este primer acercamiento, resulta evidente que, incluso en su acepción más formal, el derecho a la igualdad plantea el requisito de igualdad de condiciones de las partes. Para el caso de las mujeres, resulta evidente que dichas condiciones históricamente no fueron igualitarias, más bien todo lo contrario. Para muestra basta un botón y tan solo cabe mencionar que hasta no hace mucho tiempo la mujer, para nuestra normativa civil, era considerada como parte del patrimonio de su páter familia o, estando ya casada, propiedad de su cónyuge.
Pues bien, partiendo de este supuesto de desigualdad social -cristalizada incluso en diversos plexos normativos- no podemos hablar de igualdad de condiciones entre hombres y mujeres mientras siga existiendo discursiva y socialmente el concepto de la “mujer objeto” del hombre y por tanto este último creyéndose poseedor de la misma. Esto no hace más que evidenciar una historicidad de desigualdad en las relaciones de poder entre los géneros, e incluso una base de desigualdad expresada y sostenida en términos de acceso a derechos.
Entonces, ¿cómo es posible en este férreo dogma de “todos somos iguales ante la ley”, equiparar las condiciones reales de desigualdad existentes, sin violentar el principio de no discriminación? Esta es la pregunta que contestaron ya nuestros constitucionalistas, al entender que la igualdad se refiere a la “igualdad entre iguales”. En consecuencia, no habrá igualdad formal mientras se sostenga una dinámica de poder asimétrica. Por lo que entonces, el derecho a la igualdad como no discriminación permite, tal como lo recoge nuestra jurisprudencia, la aplicación de distinciones validas siempre y cuando “la clasificación sea razonable, no arbitraria, y fundada en la diferencia de trato y en una relación justa y sustancial entre ella y el objeto buscado por la legislación, de modo que todas las personas ubicadas en circunstancias similares deben ser tratadas del mismo modo”.
En conclusión, éste es el corazón de la existencia del tipo penal diferenciado de femicidio. Es decir, no es más que la tarea de reconocer y visibilizar en una norma específica la desigualdad de poder existente entre las relaciones de géneros, generando con su consagración una acción positiva de distinción tendiente a equiparar las condiciones entre hombres y mujeres, para así definitivamente poder hablar de igualdad entre iguales. Desconocer estos fundamentos es desconocer nuestra Constitución y su mandato que reza en el himno “ved en trono a la noble igualdad”.