Marcelo Aebi: “La criminología debe basarse en evidencia”

Marcelo Aebi es profesor de criminología en la Universidad de Lausana, secretario general de la Sociedad Europea de Criminología desde hace dos décadas y una de las voces más respetadas en criminología empírica en Europa. En una extensa charla con Quórum, reflexiona sobre la grieta ideológica en el campo, cuestiona la eficacia del sistema penal argentino, alerta sobre la falta de evaluación seria en políticas públicas y plantea que la justicia debe ser un instrumento para restablecer equilibrios, no para vehiculizar ideologías.

¿Qué es la justicia para vos?

La definición clásica dice que es “dar a cada uno lo suyo”. Y no está mal… aunque también deja muchas preguntas abiertas. Porque, ¿qué es exactamente “lo suyo”? ¿Qué le corresponde a cada uno? Eso ya es mucho más complejo. Yo creo que la justicia no debería ser una máquina para vehicular ciertas ideas, especialmente ideas rígidas o ideologizadas. Por ejemplo, cuando se habla de “justicia social”, muchas veces no se sabe bien a qué se refiere. ¿Quién define qué es justo o injusto? Lo que es bueno en un momento puede ser malo en otro. Por eso, me parece que la justicia no está para dictar moral, sino para intervenir cuando ya se agotaron otros caminos. Para mí, la justicia debería ser la última razón. Antes de llegar a ella, deberíamos tener otros mecanismos -pienso en la mediación, por ejemplo- que en algunos casos funcionan muy bien. La Justicia, entonces, debería estar ahí para cuando el consenso fracasa. John Carlin dice algo interesante sobre la palabra “compromiso”. En español significa prometer algo; en inglés y en francés, en cambio, se refiere a llegar a acuerdos. En política, cuando se habla del “arte del compromiso”, se trata justamente de eso: negociar, ceder, encontrar puntos en común. Aplicado a la Justicia, eso puede significar que vos querés condenar a alguien a 40 años, yo pienso que 20 sería más razonable, y si logramos un acuerdo, podemos resolver en un año lo que, de otro modo, llevaría cinco. Entonces, insisto: la Justicia debería ser accesible, simple, especialmente para quienes no tienen recursos. Debería servir para restablecer un orden que, por alguna razón, fue alterado. Es una definición abstracta, sí, pero creo que la Justicia tiene que ser eso: un instrumento para reconstruir equilibrios. Y no, no creo que la Justicia sea un mito. Puede existir. Que esté contaminada en la práctica, es otra cosa. Pero eso no debería hacernos renunciar a la idea.

¿Hay una grieta en lo que implica la criminología? 

Y… digamos que sí. En mi libro hago una distinción, o mejor dicho, hice una distinción. “La grieta” es un término muy argentino, ya lo sé, pero bueno… yo lo llamé así -no debo ser el único, claro-. Yo denomino a un sector como los “criminólogos reformistas”, que son aquellos que piensan que, para cambiar el mundo, hay que cambiar el sistema. El sistema es malo, y como el viaje también es parte del sistema, entonces todo debe cambiar. Por ejemplo, el criminólogo italiano Alessandro Baratta -quien acá es considerado casi un ídolo- es alguien sobre quien escribí un artículo muy crítico cuando murió, a pedido de una revista. Él decía que cuando llegara el gobierno socialista o comunista, todo sería mejor. Pero lo decía en 1982, ya tarde, cuando muchos se habían dado cuenta de los límites de ese planteo. Incluso los franceses habían empezado a virar hacia el post-poder, al advertir que la aplicación práctica de esas ideas podía causar mucho daño. Entonces tenés a esa gente. Y como el sistema es malo, muchos sostienen que no hay rehabilitación posible, porque sería rehabilitar a alguien dentro de un sistema que es, en sí mismo, injusto. Por otro lado, está lo que yo llamo “la tecnología de resolución de problemas”. También somos progresistas, también pensamos que el mundo puede mejorar, pero no creemos que un sistema ideal que uno pueda imaginar mágicamente sea la solución. Voto cuando tengo que votar, claro, pero no estoy seguro de que el sistema que se proponga sea necesariamente mejor. 

¿Siempre pensaste así?

No, mi forma de pensar ha cambiado con el tiempo -sólo los idiotas no cambian de idea-. Pensaba de una manera distinta cuando entré a la facultad. Fue en 1984, en la UBA. La semana pasada volví a dar una clase ahí, en esas aulas que dan hacia el río… Antes se veía el río a lo lejos; ahora hay una villa. Nosotros pensábamos que eso iba a desaparecer. ¿Te das cuenta? Alfonsín decía -y no estoy criticando a Alfonsín, aclaro- que con la democracia se come, se educa, se vive. Yo me lo creía todo. Y jamás pensé que ahí iba a haber una villa. Mi impresión cuando vuelvo a la Argentina es que las cosas van para atrás. En la mayoría de los países del mundo, la pobreza bajó. Hay una base de datos muy buena, Our World in Data, que uso mucho. A fines del siglo XIX, el 90% del mundo era pobre. Marx escribía para ese mundo. Hoy, la pobreza global ronda el 10%. Pero Argentina no: Argentina retrocedió. Claro que el promedio mundial no lo dice todo, pero en general, el mundo mejoró. Sin embargo, hay muchos intelectuales orgánicos que responden a partidos y que cuentan la historia de otra manera: te dicen que esto es conservadurismo y lo descartan de plano. Yo he escuchado decir que el mundo actual es peor que antes. Pero si leés con atención, gente como Steven Pinker muestra lo contrario. Hay una línea de investigación que va contra ese pesimismo ambiental: la de Pinker, la de Hans Rosling con Factfulness, incluso gente como Jordan Peterson o Sam Harris. Claro, hay quienes dicen “estos son conservadores”, pero habría que leerlos bien. A Peterson, por ejemplo, que es muy criticado, habría que ir a ver sus clases de psicología. No me interesa tanto su opinión política, pero sus clases son espectaculares. Entonces, hay una reacción a todo eso. Pero los movimientos populistas -de izquierda o de derecha- juegan con el temor: “Todo va mal, todo va mal”. Porque lo otro, pensar, implica esfuerzo, análisis. Por eso digo: sí, hay una división. Algunos creemos en resolver problemas concretos, puntuales. No se puede resolver todo de golpe. Este país tiene mil cosas para resolver. Por ejemplo, la corrupción política. Hay cierto consenso de que es un problema. Si no, no tendríamos el gobierno que tenemos. ¿Quién hubiera pensado que esto podía pasar así? Lo mismo pensé en su momento sobre Estados Unidos. Jamás imaginé ver un presidente de una minoría étnica en ese país. Yo crecí en la época del apartheid. Y de repente, aparece Obama. ¡Increíble! Un presidente negro. Claro, también llegó Trump. Y ninguno de los dos me lo esperaba. Trump salió con un discurso de “las élites dicen una cosa, pero la gente común piensa otra”. Hay una desconexión entre el discurso de las élites -que dice “la víctima no importa, enfoquémonos en el autor”- y lo que piensa la mayoría. Eso genera un quiebre. La universidad transmite esa lógica: “Ustedes tienen que pensar distinto, tienen que ser más inteligentes”. Pero el populismo punitivo hace lo mismo desde otro lado: otro grupo de iluminados que te dice cómo son las cosas. Es la misma lógica de Platón: “Yo salí de la caverna, yo sé lo que es mejor para ustedes”. Y eso pasa mucho. Pero también es cierto que hay esfuerzos por incluir todas las voces. Por ejemplo, en la Sociedad Europea de Criminología, de la cual soy Secretario General desde hace 20 años, hacemos un gran trabajo para que todos puedan participar, incluso gente de países en guerra. No fomentamos nada, pero tampoco prohibimos. Apostamos a que haya un espacio común de diálogo. Acá, en Argentina, eso está bastante deteriorado. Las formas también importan.

¿Cómo llegaste a ser experto en criminología?

Diría que fue una combinación de suerte, intuición y, sobre todo, un cambio radical en mi forma de pensar. Estudié Derecho en la Universidad de Buenos Aires en los años 80. En aquel momento, como muchos, me hacía preguntas muy básicas: ¿cómo se defiende a alguien culpable? Un profesor me dijo algo que me marcó: se lo defiende reconociendo su culpa y buscando la pena más benigna, porque muchas veces la prisión solo empeora las cosas. Ese razonamiento me convenció. Me recibí joven, a los 23, y trabajé dos años en el servicio jurídico gratuito de San Isidro, que atendía sobre todo a personas con discapacidad visual. Una experiencia muy formativa, aunque sentía que ese camino no era para toda la vida. En ese contexto, junto a mi ex esposa -con nacionalidad suiza- decidimos irnos a vivir a Suiza. No teníamos un plan claro, sólo la idea de probar por cinco años y ver qué pasaba. Yo había escrito a algunas universidades, y una me respondió desde Friburgo (la suiza, no la alemana), invitándome a estudiar allí. Cuando llegué, fue complicado: sólo me reconocieron unas pocas materias y no podía acceder a becas. Pero tuve suerte. Conseguí un trabajo en la Biblioteca Cantonal, y allí conocí a José Gustavo Pozo, un penalista peruano que había hecho su tesis en Suiza. Él me conectó con Martin Killias, quien terminó siendo mi mentor. Desde el primer día, Killias me desafió. Me dijo: “Ustedes los latinoamericanos hablan mucho. Acá hay que ser sintético y pragmático. Y por favor, no me hable de Baratta”. Con él empecé a trabajar desde una lógica completamente distinta: la criminología empírica, basada en datos. En vez de repetir grandes teorías, el enfoque era: ¿esta política funcionó?, ¿en qué país?, ¿cómo lo sabemos?, ¿qué evidencia tenemos?

Fue un punto de inflexión…

Eso me cambió la cabeza. Yo venía de una formación muy crítica, muy ideológica. Y me di cuenta de que muchas ideas que había estudiado nunca habían sido puestas a prueba. Empecé a trabajar con bases de datos concretas: prescripción médica de heroína, encuestas de victimización, registros judiciales y policiales. Descubrimos cosas como que los delincuentes suelen ser también víctimas frecuentes -porque viven en entornos hostiles y peligrosos-, y que ciertas intervenciones, como la prescripción controlada, podían salvar vidas y reducir delitos. También participé en un gran proyecto de recolección de estadísticas internacionales que comenzó tras la caída del Muro de Berlín, cuando no se sabía nada de lo que pasaba en Europa del Este. Y luego, a través de otro proyecto vinculado al trabajo comunitario, tuve la posibilidad de aplicar ese conocimiento en el diseño de políticas concretas. Todo eso me alejó del enfoque meramente especulativo. Me di cuenta de que muchas de las grandes teorías no resisten el contraste con la realidad. Hoy, sigo creyendo que el mundo puede mejorar, pero no desde la ideología sino desde la evidencia. Por eso insisto tanto en la necesidad de una criminología que se base en datos, que se pueda testear, corregir y aplicar de manera efectiva.

¿Y por qué considerás que en Argentina no se mide más? ¿Es por falta de recursos, de interés…?

Es una buena pregunta. Yo creo que hay varios factores. Para tener una universidad poderosa, necesitás que haya personas que se dediquen exclusivamente a enseñar e investigar. Y eso requiere condiciones materiales mínimas. Si hablamos del área de Derecho -aunque la Criminología está en una zona mixta, porque tiene mucho de Sociología también-, lo que pasa es que muchas veces quienes enseñan tienen, además, su propio estudio jurídico. Entonces, la investigación queda relegada. El tiempo no se dedica a eso. Lo que hace falta es formar gente, probablemente en el exterior, porque la formación en investigación empírica todavía no está consolidada acá. Después, esa gente tiene que poder dedicarse a investigar y producir. Pero si quien te enseña no investiga, es difícil que pueda transmitirte otra cosa que no sea entusiasmo. Y no alcanza con la pasión si no hay método. Es lo que hizo Sarmiento: trajo maestras de afuera, porque entendió que había que cambiar la forma de enseñar. Esto no ha cambiado tanto. Yo, por ejemplo, terminé yendo a España porque querían desarrollar el campo de la criminología y no tenían especialistas. Entonces convocaron a gente de afuera: Rosemary Barberet, Per Stangeland y yo, entre otros. El problema de fondo es que no hay una política decidida para fomentar la investigación. Y, además, hay una gran carencia de formación en métodos cuantitativos. La investigación cuesta dinero y debería estar protegida de los vaivenes políticos. Supongamos que hay fondos: habría que garantizar que no se repartan según afinidades ideológicas, sino con criterios objetivos. Esa combinación -falta de voluntad política, escasa formación técnica y poca independencia- es letal. 

¿Identificás alguna otra dificultad? 

Sí, a veces uno empieza a investigar y los resultados contradicen sus propias creencias. Pero cuando ya tomaste una posición, cuando ya te identificaste con cierta línea de pensamiento, cambiar de opinión es muy difícil. Es casi un tabú. Recuerdo un manual de criminología que compré, de Charles Tittle, donde decía algo así como: “Algunas investigaciones indican que la familia no es tan importante, pero todos sabemos que sí lo es”. Bueno, no es tan sencillo. Lo interesante es ver qué te dice la investigación. Lo que suele aparecer es que las dinámicas familiares problemáticas -más allá de la estructura monoparental o biparental, que es una mirada muy de los años cincuenta- sí tienen consecuencias en los chicos. Y eso se ve muy bien en la adolescencia. Muchas de las cosas que creemos saber sobre jóvenes y delito se basan en un modelo social que ya no existe. Por ejemplo, el mejor predictor de conducta antisocial juvenil solía ser el tiempo libre no estructurado y sin supervisión. Es decir, el rato entre la salida del colegio y la cena, cuando los chicos estaban solos, en la calle, haciendo alguna tontería. Todos hicimos esas cosas: tomar riesgos innecesarios, manejar mal, saltar de un balcón a una pileta… Hoy, ese espacio de riesgo está en internet. La mayor parte del tiempo no supervisado es online. Y eso, ¿quién lo controla? Es muy fácil decir “los padres tienen que estar atentos”, pero no es tan simple. En muchas casas se piensa “el chico está seguro, está en su habitación”. ¿Seguro? Está en su cuarto, sí, pero conectado a un mundo sin límites. Nadie dejaría a un adolescente solo en una ciudad desconocida, pero sí lo dejamos en internet sin acompañamiento. ¿Cómo lo regulamos? ¿Qué límites ponemos? Cada vez que se prohíbe algo, lo primero que aparece es la forma de evitarlo. Siempre. Por eso, antes de prohibir, hay que pensarlo cien veces. Y ofrecer alternativas legales. No se trata de cerrar caminos, sino de construirlos. La política criminal, si se hace bien, debería trabajar sobre eso: probar, evaluar, ajustar. Pero para eso hace falta voluntad real de cambiar las cosas.

¿Y cómo ves la política criminal actual en Argentina? ¿Dirías que hay una política criminal en curso?

Bueno, algo hay. De hecho, el grupo que coordina el subsecretario de Política Criminal Alberto Nanzer Alberto está trabajando en eso. Lo conozco desde hace unos diez años, es una persona muy formada, sin una vinculación directa con partidos políticos, lo cual me parece muy valioso. Tienen un plan, unas prioridades -que seguramente no definen ellos por completo-, pero hay una intención clara de medir, de evaluar, de generar información útil. Ahora, fuera de ese esfuerzo, no veo muchos más intentos serios por pensar o construir una política criminal basada en evidencia. Lo que predomina es la lógica de la urgencia. Se impone una medida, se cambia otra, pero sin evaluar sus efectos. Hay poca voluntad de medir. Estuve en el Congreso el año pasado, por ejemplo, cuando se discutía la ley de restitución de bienes decomisados. Hablé diez minutos. No estoy seguro de cuánto me escucharon, pero al menos se generó ese espacio. Sin embargo, cuando uno mira cómo se da el debate legislativo, la impresión es que todo responde más a una lógica política que a una lógica técnica o científica. Creo que habría que generar una línea paralela de trabajo empírico. Una especie de política criminal “desde abajo”, identificando los principales problemas concretos -por ejemplo, el alto número de chicos en situación de calle- y viendo qué se ha hecho en otros países que haya dado resultados. En lugar de probar todo a gran escala en la ciudad de Buenos Aires o en provincia, que son estructuras enormes, se podría empezar en lugares más manejables. Implementar, medir y ajustar. Hay patrones, por ejemplo, en los robos domiciliarios. Hay horarios, zonas, formas. Pero si no se sistematiza esa información, no se puede actuar con precisión. Y esta idea que circula de que el Estado debe intervenir cada vez menos también es peligrosa, sobre todo en un país como Argentina, donde los niveles de corrupción son estructurales. 

¿También falta una cultura de evaluación seria?

Por supuesto. Por ejemplo, si tenés un programa de formación sólido en una universidad, podrías encargar estudios con enfoque empírico. Nosotros en Suiza acabamos de terminar una segunda investigación sobre violencia doméstica. Seguimos todos los casos denunciados a la Policía en un período de seis meses. Vimos qué pasó en fiscalía, qué llegó a juicio, qué derivó en condenas. Ese tipo de trazabilidad te permite detectar dónde están los cuellos de botella. Porque si no, se cae en la retórica. Frases como “la violencia de género se explica por la masculinidad tóxica” son tan amplias que no explican nada. Yo puedo pedirle a cualquier IA que me dé diez razones para explicar el delito culpando al patriarcado y me las da. Pero lo que importa es saber concretamente qué está pasando, en qué momento, con qué actores, en qué condiciones. Durante la pandemia, por ejemplo, muchos -yo incluido- pensábamos que iban a aumentar los femicidios. Yo se lo decía a mis alumnos: “Esto va a ser una carnicería”. Pero al buscar datos con ellos, vimos que en la mayoría de los países de América Latina no fue así. Entonces con una estudiante y una asistente hicimos una publicación comparativa. Descubrimos que el aumento no se daba por la mera convivencia forzada, sino que muchas veces la “chispa” era la decisión de la mujer de dejar la relación, algo que algunos hombres -una minoría, pero peligrosa- no toleran. Hay estudios en Inglaterra que dicen que un predictor fuerte de paso al acto violento es la ideación suicida del agresor. Pero acceder a esa información es casi imposible por protección de datos. 

¿Cómo ves el sistema carcelario en nuestro país?

Hay muchísima gente detenida. Eso nos deja dos caminos: o pensamos un sistema menos punitivo o mejoramos sustancialmente las condiciones de detención. Cuando hablo de penas más racionales me refiero a revisar la duración de las condenas. Es un tema del que casi no se habla. Por ejemplo, me contaron que en Argentina la tenencia de un arma puede tener una pena más alta que su uso efectivo. Eso es absurdo. Salvo en casos extremos, como psicópatas o crímenes muy graves, sabemos que la peligrosidad disminuye con el tiempo. Entonces, ¿tiene sentido una pena de 50 años? Para la mayoría, no. Además, nadie comete un delito creyendo que será atrapado. Es como quien maneja a 200 km/h: si pensara que va a morir, no lo haría. Un joven de 20 años no puede imaginarse lo que es pasar 20 años preso. Es toda su vida. Por eso, pensar penas racionales sería un paso importante. Pero en un país tan polarizado como este, es difícil discutir esto sin que se lo explote políticamente. Y si no se avanza en la reducción de penas, al menos habría que mejorar lo que ya existe. Evitar violaciones en los penales, reducir la superpoblación, garantizar condiciones mínimas. Hay experiencias valiosas: en Mar del Plata conocí el programa RAP, Fernando Collado hace teatro en cárceles, Gustavo Cantero implementó talleres de yoga. Pero falta evaluación. También está el problema del «después»: ¿a qué vuelve alguien que sale? Generalmente a lo mismo: una zona marginal, sin oportunidades, sin empleo. Y el mercado laboral le cierra las puertas. Algunas organizaciones crean bolsas de trabajo específicas para personas con antecedentes. Está funcionando. Lo mismo con cooperativas. Pero todo esto necesita planificación, estructura, continuidad. Y falta personal penitenciario capacitado. En los países nórdicos, que tienen bajas tasas de encarcelamiento, hay más empleados por detenido. Saben que hay que preparar la salida. Gran parte de lo que se mueve hoy en este tema viene desde abajo. Desde la sociedad civil, las cooperativas, las iniciativas pequeñas. Eso también habla del vacío del Estado en este terreno.

¿Cómo ves nuestro sistema educativo y universitario?

Hace falta una educación cívica real, democrática. Saber qué significa votar, qué implica participar. Eso no debería estar sólo en los discursos, sino en las escuelas. Ahora, también hay que dejar de creer que crear universidades es una solución en sí misma. El problema no es fundar más instituciones, sino quién enseña, qué se enseña y a quiénes se llega. Pensar que la universidad va a resolver todos los problemas del país es un error grave.  Hace más de 30 años, cuando vivía acá, tomabas un taxi y el chofer era ingeniero. Hoy, con Uber, sigue pasando. Hace poco salió un dato: Argentina es el país de Latinoamérica con mayor acceso de jóvenes a la universidad. Suena bien, pero ¿qué pasa con una universidad de masas sin control de calidad? Baja el nivel. Lo vimos en España también, donde enseñé muchos años. Ante eso, no hay que «educar menos», como dicen algunos, sino diversificar. No todo el mundo tiene que ir a la universidad. Los oficios también importan y garantizan ingresos estables. Pero en los países de inmigración, como el nuestro, sigue muy presente la idea de que el hijo debe «ser doctor». Y eso genera frustración: muchos terminan con un título que no les garantiza nada. En España, por ejemplo, hay tantos posgrados que pareciera mejor seguir estudiando que anotarse en el seguro de desempleo. Pero eso no resuelve el problema. Entonces, ¿qué falta? Evaluar qué necesita realmente el país. Hay muchas formaciones no universitarias con altísima eficacia. Lo que hay que hacer es dejar de pensar que poner un edificio con el cartel de universidad es una política educativa. Porque después se nombra a dedo a los docentes, no hay control de calidad y todo queda en manos del amiguismo. Claro que hay universidades de excelencia. La UBA, por ejemplo, sigue teniendo niveles muy buenos en ciencias duras. Pero si uno mira las ciencias sociales, el panorama cambia. Investigar en ciencias sociales es fundamental, pero tiene que tener impacto. Tiene que servir para algo. Esa es la pregunta que nos tenemos que hacer. Y no es fácil.

¿Volverías a vivir en Argentina?

Nunca. A vivir, no. Estoy bien así: vengo, paso un tiempo, me voy. No soy fan del frío, así que cuando me jubile, tal vez pase los veranos acá. Pero quedarme… no. Es frustrante. La gente está muy dividida, muy alterada. Todo el mundo discute por todo. Grupos de WhatsApp que explotan, amigos que se dejan de hablar por política. Hay una tensión constante. Como si todos estuviéramos a punto de estallar. Y eso se combina con una especie de ruido permanente. Todos indignados por el precio de las cosas, por los corruptos, por lo cotidiano… pero ya nadie habla de lo importante. Es como ese chiste de Mafalda: “¡Un escándalo, un abuso!” -y era sólo que la madre volvía del supermercado. Eso. Una indignación sin profundidad. También hay un cambio de época. Antes se comía en familia, se compartían momentos. Hoy cada uno está en su pantalla. Hay menos diálogo, menos comunidad. Y encima llegan transformaciones enormes, como la Inteligencia Artificial, que está cambiando todo. Nadie lo vio venir. Nadie sabe qué viene después. Por eso, más que certezas, lo que tengo es una sensación: estamos en un momento bisagra. Y no es fácil pensar con claridad en medio del ruido.

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