La prisión domiciliaria otorgada a la ex Presidenta condenada en la causa Vialidad desata un nuevo capítulo en la eterna disputa entre Justicia y poder. ¿Qué hay detrás de una medida legal con raíces humanitarias, pero que muchos perciben como una forma de impunidad para los poderosos?
La imagen de Cristina Kirchner bailando en el balcón se convirtió en un símbolo ambiguo, tan poderoso como provocador. Para algunos, fue un gesto de fortaleza frente a lo que consideran una persecución judicial y una proscripción política. Para otros, la evidencia de que la Justicia actúa, pero no con todo el peso que debería. Una postal que divide aguas y condensa una tensión que atraviesa a la Argentina desde hace décadas: ¿cuánto vale la condena cuando la cárcel es la casa?
La ex Presidenta fue declarada culpable de administración fraudulenta en la causa Vialidad. El Tribunal Oral Federal 2 dictó una condena que incluye prisión domiciliaria. La Fiscalía, en cambio, pidió cárcel común. Y ahí se encendió otra vez la mecha del debate.
Los grandes juicios, esos que marcan época y ocupan la agenda pública, iluminan mecanismos judiciales que suelen permanecer en las sombras. Cuando el acusado es un ex mandatario o un empresario poderoso, el funcionamiento de la Justicia -sus reglas, sus excepciones, sus dobleces- se vuelve tema de conversación nacional. Pero, ¿es lo mismo para todos?
El arresto domiciliario no es un privilegio caprichoso, sino una figura jurídica prevista por el ordenamiento penal argentino. Permite cumplir una pena o transitar una prisión preventiva dentro del hogar. No es libertad. Es encierro. Es, como describe el Dr. Marcelo D’Alessandro, “cuatro paredes pintaditas, pero con la misma restricción que impone el Código”.
Este instituto tiene dos vertientes: puede aplicarse como modalidad de cumplimiento de condena (bajo el artículo 10 del Código Penal y el artículo 32 de la Ley 24.660 de Ejecución Penal), o como medida cautelar en caso de prisión preventiva (regulada por el artículo 210, inciso ‘j’, del Código Procesal Penal Federal).
Su razón de ser está anclada en un principio profundamente humanitario: evitar un sufrimiento desproporcionado o un trato inhumano. Es un recurso pensado, sobre todo, para personas de edad avanzada o con problemas graves de salud. Pero su aplicación, cuando se trata de figuras públicas, genera inevitablemente una reacción social que oscila entre la indignación y el escepticismo.
En su esencia, el arresto domiciliario se sitúa en una zona gris: es castigo, pero también protección; es cumplimiento, pero también excepción. Juristas como Iván Meini Méndez advierten que esta medida “no satisface los fines de prevención general y especial que se atribuyen a la pena”. Es decir, no disuade ni repara. En su lugar, deja un sabor a impunidad que erosiona la confianza en el sistema.
El caso de Cristina Kirchner vuelve a poner sobre la mesa esa vieja discusión entre Justicia y poder. Entre lo que dice la ley y lo que percibe la calle. Entre la lógica del proceso penal y la demanda social de castigo ejemplar. Una vez más, la política y el derecho se cruzan en la escena, y la pregunta resuena como una sentencia sin cierre: ¿puede haber Justicia cuando la pena se cumple con vista al jardín o, en este caso, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires y habilitando, incluso, la visita del Presidente de Brasil?
Evolución histórica
El instituto del arresto domiciliario en Argentina ha experimentado una evolución significativa desde su concepción inicial, reflejando una progresiva adaptación a una visión más humanitaria y acorde con los estándares internacionales de derechos humanos.
Las primeras previsiones legales se remontan a 1921, con la sanción del artículo 10 del Código Penal. En sus orígenes, la detención domiciliaria era una medida muy acotada, aplicable sólo a penas que no superaran los seis meses de prisión y exclusivamente para “mujeres honestas”, mayores de 60 años o “valetudinarios”. Este marco inicial denotaba una aplicación restrictiva y una comprensión limitada de las circunstancias que justificaban una mitigación del encierro.
Un cambio fundamental se produjo con la sanción de la Ley 24.660 de Ejecución Penal en 1996. Aunque esta norma no modificó directamente el Código Penal, su artículo 33 reformuló y amplió el alcance del instituto. Permitió que personas mayores de 70 años o con enfermedades terminales accedieran a esta modalidad de ejecución de la pena sin un tope máximo de prisión, siempre que se justificara mediante informes médicos, psicológicos y sociales. Esta reforma marcó un precedente importante al priorizar las condiciones humanitarias sobre la duración de la pena.
La evolución continuó en 2009 con la Ley 26.472, que modificó directamente el artículo 10 del Código Penal. Esta ley introdujo seis supuestos específicos para la concesión de la prisión domiciliaria, los cuales constituyen las causales vigentes en la actualidad (enfermedad grave, enfermedad terminal, discapacidad, edad superior a 70 años, embarazo, o ser madre de un menor de cinco años o persona con discapacidad a cargo). Lo más relevante de esta reforma fue la derogación explícita del límite máximo de seis meses de pena, formalizando una práctica que la jurisprudencia ya había adoptado desde 1996.
Reformas posteriores, como las introducidas por las Leyes 26.813 y 27.375, han afinado los aspectos procesales y de supervisión. La Ley 27.375, por ejemplo, estableció requisitos específicos para casos de delitos contra la integridad sexual, exigiendo informes de equipos especializados e interdisciplinarios para evaluar el impacto del arresto domiciliario en el futuro personal y familiar del interno.
La trayectoria legislativa del arresto domiciliario en Argentina ilustra una clara tendencia hacia la humanización progresiva de la ejecución penal. La expansión de los criterios de elegibilidad, la eliminación de límites de pena y la inclusión explícita de grupos vulnerables demuestran un compromiso cada vez mayor con los estándares internacionales de derechos humanos y el principio de dignidad humana. Esta evolución no es meramente un ajuste administrativo, sino un cambio fundamental en la filosofía del castigo, transitando desde modelos puramente retributivos hacia una aplicación de la justicia más compasiva y sensible al contexto individual de cada persona.
Criterios jurisprudenciales y discrecionalidad judicial
La concesión del arresto domiciliario, si bien está enmarcada por las causales legales, no es un proceso automático. La decisión recae en la discrecionalidad del juez, quien debe realizar una apreciación exhaustiva de las circunstancias particulares de cada caso. Por ejemplo, el hecho de que una persona sea mayor de 70 años es una condición necesaria, pero no suficiente, para el otorgamiento automático del beneficio; siempre se requiere un análisis individualizado.
Esta discrecionalidad judicial, sin embargo, no implica arbitrariedad. Las decisiones deben estar fundadas en la consideración de las circunstancias particulares de cada caso y orientadas a la “finalidad de protección que fundamenta la norma”. Los tribunales suelen ponderar una combinación de factores, como la edad avanzada junto con condiciones de salud específicas (hipertensión arterial, dislipemia, diabetes tipo II, enfermedad coronaria), para justificar las razones humanitarias que motivan la medida. Un fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional ha enfatizado que la ley “no establece que por el sólo hecho de comprobarse alguno de los extremos previstos en el artículo deba cesar el encierro… sino que lo sujeta a la apreciación judicial”, siempre en pos del “interés superior del niño” en casos que involucren a menores.
Un elemento crucial en la práctica judicial argentina es el “control de convencionalidad”. Los jueces y todos los órganos vinculados a la administración de justicia tienen la obligación de ejercer un control de convencionalidad ex officio entre las normas internas y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, asegurando que el efecto útil de la Convención no se vea mermado. Esto significa que, incluso si una ley interna no contempla explícitamente una situación, los jueces deben interpretar y aplicar las normas de manera que se respeten los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales, que tienen jerarquía superior a las leyes ordinarias. Esta obligación se extiende a todos los niveles del Poder Judicial y no debe limitarse a las manifestaciones de los accionantes.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha señalado que la prisión preventiva debe aplicarse excepcionalmente, limitada por los principios de legalidad, presunción de inocencia, necesidad y proporcionalidad. Esto refuerza la idea de que la privación de libertad debe ser la medida más severa y, por lo tanto, las alternativas como el arresto domiciliario deben considerarse cuando sea posible.
La discrecionalidad judicial, aunque necesaria para la evaluación individualizada, ha sido objeto de críticas, especialmente en lo que respecta a la uniformidad en la aplicación de los regímenes de cumplimiento.
Un estudio realizado por el Dr. Maximiliano Legrand ha revelado que la divergencia en los permisos de salida del domicilio concedidos por diferentes jueces puede generar problemas de constitucionalidad debido a una aplicación desigual de la pena y la falta de fines resocializadores. Esto sugiere que, si bien la flexibilidad es importante, la ausencia de criterios más claros puede llevar a disparidades que afectan la percepción de equidad y la coherencia del sistema.
Monitoreo electrónico y supervisión
La implementación del arresto domiciliario en Argentina se apoya en gran medida en el uso de dispositivos de monitoreo electrónico, comúnmente conocidos como tobilleras electrónicas. Estos dispositivos permiten rastrear la ubicación en tiempo real de las personas bajo esta modalidad, estableciendo perímetros de prohibición y alertando a un centro de monitoreo sobre cualquier egreso o ingreso a zonas demarcadas. En 2021, el 51.8% de las personas en arresto domiciliario estaban monitoreadas electrónicamente.22
La supervisión del arresto domiciliario, según el artículo 32 de la Ley 24.660, es responsabilidad de un patronato de liberados o de un servicio social calificado, y no de organismos policiales o de seguridad. Esta disposición busca un enfoque de asistencia y reinserción, en lugar de una mera vigilancia punitiva. El Ministerio Público de la Defensa (MPD) en Argentina, por ejemplo, colabora con organismos estatales y organizaciones sociales para promover el acceso a derechos de quienes cumplen arresto domiciliario y sus familias, facilitando la comunicación con las defensorías para obtener autorizaciones judiciales para actividades como capacitaciones laborales.
A pesar de la existencia del monitoreo electrónico, la supervisión no siempre es uniforme o exenta de desafíos. Los dispositivos pueden generar alertas por problemas técnicos, como cortes de suministro eléctrico o mala señal, lo que puede causar ansiedad y temor a la revocación del beneficio en los detenidos. Además, aunque la ley prevé una supervisión no policial, en la práctica, las visitas de personal de monitoreo, a veces uniformado, pueden generar estigma y vergüenza para los detenidos y sus familias.

El monitoreo electrónico es percibido por algunos como un beneficio que permite estar en casa en lugar de en prisión, pero también como una restricción constante que limita la autonomía y genera una sensación de “estar preso en casa”. La falta de un régimen claro de permisos de salida y la discrecionalidad judicial en su otorgamiento contribuyen a la heterogeneidad de las experiencias, afectando la posibilidad de trabajar, estudiar o realizar actividades esenciales fuera del domicilio. Esto puede llevar a que la medida, en lugar de ser una alternativa humanitaria, se convierta en una carga intolerable para el detenido y su entorno familiar, especialmente si no se garantizan los derechos fundamentales y el acceso a programas sociales.
La Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN) y otras organizaciones han señalado que, si bien el arresto domiciliario es una alternativa menos restrictiva que el encarcelamiento, no está exento de dificultades y puede ser tan punitivo como el encierro si no se garantizan los derechos humanos fundamentales, especialmente para personas de bajos ingresos. El informe “Presas en casa: Mujeres en arresto domiciliario en América Latina” (WOLA, 2020), en colaboración con el CELS y la PPN, destaca que las mujeres bajo arresto domiciliario enfrentan desafíos invisibilizados, como la dificultad para acceder a atención médica o para proveer alimentos, lo que en algunos casos las lleva a considerar la prisión como una opción donde al menos tienen garantizadas ciertas necesidades básicas.
Las organizaciones de derechos humanos critican que el arresto domiciliario se imponga a menudo sin regular de qué manera la persona beneficiaria puede salir para trabajar, atender trámites burocráticos, ir al médico o cuidar a sus dependientes. Esto genera una carga intolerable para quienes comparten el domicilio y puede agravar la situación de vulnerabilidad, especialmente para las mujeres que tradicionalmente asumen roles de cuidado. La imposición de un confinamiento de 24 horas, sin flexibilidad, contrasta con regímenes de otros países que permiten salidas reguladas.
Un punto de fuerte crítica por parte de organizaciones como la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) se centra en la concesión de prisiones domiciliarias a condenados por crímenes de lesa humanidad. La CPM ha manifestado su rechazo a estas decisiones, argumentando que los genocidas deben cumplir sus condenas en la cárcel y que los juicios de lesa humanidad deben acelerarse. Esta postura refleja una preocupación por la percepción de impunidad y la necesidad de garantizar la verdad, justicia y memoria para las víctimas de delitos graves.
Las organizaciones también advierten sobre la discriminación y los estereotipos de género en la aplicación de la medida, donde se asigna a la mujer el rol de cuidadora y se dificulta el acceso a la medida para aquellas que no pueden probar un domicilio fijo o recursos económicos suficientes. Además, si el monitoreo es realizado por personal uniformado, se puede generar estigma y discriminación en la comunidad.
Percepción pública y debates
La percepción pública sobre el arresto domiciliario en Argentina es compleja y a menudo polarizada, influenciada por la naturaleza excepcional de la medida y los casos de alto perfil mediático. Generalmente, existe una tendencia a considerar el arresto domiciliario como una medida “laxa” o una forma de “impunidad”, especialmente cuando se compara con el encierro en una cárcel tradicional. Esta percepción se ve reforzada por la falta de información detallada sobre las condiciones de cumplimiento y los desafíos que enfrentan los detenidos bajo esta modalidad.
El debate público se intensifica en casos que involucran a figuras políticas o a personas condenadas por delitos de gran impacto social, como los crímenes de lesa humanidad. Por ejemplo, el rechazo de fiscales a la prisión domiciliaria de Cristina Kirchner se fundamentó en la ausencia de “razones humanitarias” que justificaran una medida tan excepcional más allá de la edad, y en la dificultad de garantizar la seguridad de la persona en su domicilio en comparación con un penal. Las organizaciones de derechos humanos, por su parte, han expresado su rechazo a la concesión de arrestos domiciliarios a genocidas, insistiendo en que deben cumplir sus condenas en prisión.
Esta dicotomía en la percepción revela una tensión entre el principio de humanidad, que subyace al arresto domiciliario, y la demanda social de justicia y castigo. La ciudadanía, en muchos casos, “en lugar de pedir justicia, pide venganza”, lo que puede llevar a una visión simplista de la prisión domiciliaria como un privilegio y no como una restricción de la libertad.
Los argumentos en contra de la medida a menudo se centran en la idea de que no se cumplen los fines de prevención general y especial de la pena. Se cuestiona si la restricción en el domicilio es suficiente para disuadir a otros de cometer delitos o para resocializar al condenado. Además, la discrecionalidad judicial en la aplicación de la medida y la variabilidad en los regímenes de permisos de salida pueden alimentar la percepción de inequidad y favoritismo.
Por otro lado, quienes defienden la medida argumentan que, aunque sea en el domicilio, la restricción de la libertad es real y que las condiciones de las cárceles argentinas son tan deplorables que el arresto domiciliario se convierte en una opción humanitaria indispensable. Además, se destaca que el monitoreo electrónico permite un control efectivo de la ubicación del detenido.
La discusión sobre el arresto domiciliario se ve complejizada por la falta de datos y estudios empíricos que permitan evaluar su impacto real en la reincidencia y en la vida de los detenidos. Esto deja un vacío que es llenado por la opinión pública y los debates mediáticos, a menudo desinformados o sesgados. Para una comprensión más matizada, es fundamental que se realicen más investigaciones que analicen las perspectivas de los penados y el funcionamiento de la medida en la práctica, más allá de la comparación directa con la prisión tradicional.
En síntesis, el arresto domiciliario en Argentina es un instituto en evolución que busca equilibrar la justicia penal con la protección de los derechos humanos. Para fortalecer su efectividad y legitimidad, es fundamental avanzar hacia una mayor uniformidad en los criterios de aplicación, garantizar el acceso a programas de tratamiento y apoyo social, y fomentar un diálogo público informado que reconozca tanto su carácter restrictivo como sus beneficios humanitarios, asegurando que no se convierta en una forma de privación de libertad con “costos ocultos” para los más vulnerables.