Un nuevo régimen penal juvenil con intervención desde los 14 años busca equilibrar demandas sociales de mayor seguridad con estándares internacionales de derechos. La propuesta contempla sanciones proporcionales, medidas socioeducativas y garantías procesales. Pero la falta de condiciones estructurales y el temor a una justicia juvenil orientada al castigo más que a la reinserción generan resistencias y reabren una discusión de fondo sobre el rol del Estado frente a los adolescentes que delinquen.
Un acalorado debate que atraviesa a la sociedad argentina alcanzó un punto crítico el pasado 6 de mayo de 2025, cuando un plenario de comisiones de la Cámara de Diputados emitió un dictamen de mayoría sobre un proyecto de ley que busca reformar el Régimen Penal Juvenil. El eje de la discusión es la aplicación de un régimen penal específico para personas adolescentes, desde los 14 años de edad hasta las cero del día en que cumplan 18 años, cuando fueran imputadas por un hecho tipificado como delito en el Código Penal o en las leyes penales especiales vigentes o que se dicten en el futuro.
El dictamen de mayoría fue posible gracias al respaldo de un amplio espectro de fuerzas políticas, incluyendo al PRO, La Libertad Avanza, la Unión Cívica Radical, la Coalición Cívica, Innovación Federal y Hacemos Coalición Federal.
No obstante, algunos de estos bloques, como la Coalición Cívica y Hacemos Coalición Federal, firmaron el dictamen con disidencias. Su principal objeción radica en la exigencia de que no se aplique la prisión efectiva a adolescentes hasta tanto los institutos de detención estén debidamente adecuados y preparados para albergarlos en condiciones dignas y con programas específicos.
El diseño del proyecto, con su sistema escalonado de sanciones que combina la posibilidad de respuestas penales severas para delitos graves con un amplio abanico de medidas alternativas y garantías procesales, parece buscar un equilibrio entre las demandas de mayor rigor penal y los estándares de justicia juvenil. La insistencia en la “última ratio” para la privación de libertad y el énfasis en medidas socioeducativas sugieren un intento de diferenciarse de un mero endurecimiento punitivo. Esta estructura podría haber sido clave para sumar el apoyo de sectores políticos más moderados.
Sin embargo, la brecha entre la letra de la ley y su aplicación efectiva en la realidad representa un desafío considerable. La creación de “institutos especializados” y la garantía de contar con personal capacitado son componentes cruciales del proyecto, pero su materialización supone una inversión presupuestaria y un esfuerzo de gestión significativos por parte del Estado, especialmente a nivel provincial, donde recaería gran parte de la responsabilidad. La disidencia expresada por la Coalición Cívica y Hacemos Coalición Federal, al condicionar la aplicación de la prisión efectiva a la adecuación de estos centros, subraya una preocupación legítima y extendida sobre la viabilidad de estas condiciones.
Históricamente, la falta de recursos y la precariedad de los centros de detención juvenil han sido un problema endémico en Argentina. Si este aspecto no se aborda con la seriedad y la inversión necesarias, las garantías y los objetivos resocializadores proclamados en el proyecto podrían quedar como meras declaraciones de intenciones, con el riesgo de agravar las condiciones de encierro de los adolescentes.

Los argumentos a favor de la reforma
Quienes promueven la iniciativa sostienen que la normativa actual genera un vacío legal que impide dar respuesta ante delitos graves cometidos por menores de 16 años. Afirman que, si bien estos adolescentes no son punibles bajo el régimen vigente, algunos de ellos son capaces de planificar y ejecutar delitos con plena conciencia de sus actos, y que muchas veces son utilizados por adultos para cometer hechos delictivos justamente por su inimputabilidad.
“El que es lo suficientemente grande para matar o violar, es lo suficientemente grande para afrontar las consecuencias”, expresó el secretario de Justicia, Sebastián Amerio. Esta lógica de “correspondencia” entre el acto cometido y la sanción es uno de los pilares del proyecto: no se trata, argumentan, de criminalizar a todos los adolescentes, sino de fijar un umbral de responsabilidad penal en casos extremos, dentro de un sistema especializado.
Otro argumento habitual es que la implementación del nuevo régimen permitiría dar una señal clara de que el sistema no tolera la impunidad, y evitaría la llamada “puerta giratoria”, según la cual los menores que cometen delitos graves quedan rápidamente en libertad. Desde el oficialismo se sostiene que la reforma busca, precisamente, ofrecer respuestas a la ciudadanía en el marco de un Estado de derecho, con procedimientos judiciales adecuados, garantías y penas proporcionales.
Se destaca, además, que la iniciativa prohíbe expresamente la prisión perpetua para adolescentes, establece un tope de 15 años de condena y exige que los menores cumplan detención sólo en institutos especializados, separados de adultos y con personal capacitado. Esto, según sus impulsores, representa un avance en materia de garantías y de respeto a estándares internacionales.
También se enfatiza que muchos países de la región ya tienen regímenes que permiten la intervención penal juvenil desde edades más tempranas que Argentina. En Chile, Colombia y Paraguay se aplica desde los 14 años. En Uruguay, desde los 13. Y en Brasil y Perú, desde los 12. Los impulsores sostienen que la reforma alinea a Argentina con una tendencia regional, pero sin llegar a extremos regresivos.
Subrayan además que la justicia podrá evaluar, en cada caso, si el adolescente comprendía la criminalidad de su acto. Es decir, no se aplicará un sistema automático, sino que el juez deberá considerar el desarrollo madurativo del menor y su contexto, lo que permite ajustar la intervención penal a cada situación concreta.
Por último, hay quienes plantean que si se logra aplicar el nuevo régimen con acompañamiento educativo, terapéutico y psicosocial, se podría incluso mejorar la reinserción de los jóvenes en conflicto con la ley.

La voz de la experiencia
Consultado al respecto por Quórum, el juez de Cámara del Tribunal Oral de Menores Nº 1 de la Capital Federal David Perelmuter -con más de 16 años de experiencia en justicia penal juvenil- señala sin rodeos: “Este proyecto no contempla al adolescente como sujeto de derechos en situación de vulnerabilidad. Está mal diseñado desde el lenguaje, desde el enfoque y desde el sentido profundo que debe tener un régimen de justicia juvenil”.

Perelmuter, quien en sus comienzos como defensor tuvo posturas distintas, reconoció que su mirada cambió con el tiempo y los casos concretos. “En el caso Capristo, un adolescente de 14 años mató a un hombre en Lanús. Pensé que si se pudiera bajar la edad, podría discutirse la calificación del hecho. Pero el sistema no transformó a ese chico: estuvo cuatro años detenido y cuando salió, lo mataron. Con el tiempo entendí que el sistema penal no da oportunidades reales, sólo castiga”.
Para el magistrado, el eje del debate está desplazado. “No es ‘qué hacemos con el adolescente que comete un delito’, sino ‘dónde estuvo el Estado antes de que eso pasara’. Cuando un adolescente cae en el sistema penal, es porque el sistema de protección falló. Lo que se castiga no es el delito: es la ausencia previa del Estado”.
Apunta que las neurociencias confirman que el cerebro termina de desarrollarse a los 25 años. “Entonces, ¿cómo vamos a aplicar un sistema penal pensado para adultos a chicos de 14?”, se pregunta. Y agrega: “La mayoría de estos adolescentes viene de contextos de extrema pobreza, de hogares sin acceso a derechos básicos, con trayectorias marcadas por el abandono, la exclusión y la violencia estructural. Ahí es donde el Estado debe estar presente, no sólo con leyes punitivas, sino con políticas públicas reales”.
Recuerda una visita a un instituto de menores en Dolores, que marcó un punto de inflexión en su mirada. “Había 14 chicos comiendo en una mesa de cemento. Uno, el número quince, comía en el piso, con la mano. Pensé que lo estaban marginando. El director me explicó que no sabía comer con cubiertos. Nunca había tenido hábitos. Ese chico estaba en una situación de abandono tan extremo que ni siquiera conocía normas básicas de convivencia. Llegan al sistema penal completamente desprovistos de derechos. Eso es lo que hay que mirar”.
Sobre el argumento de alinear a Argentina con otros países, responde con firmeza: “El derecho comparado no resuelve nuestras desigualdades. Y además, la mayoría de esos países que tienen una edad más baja de imputabilidad tampoco muestran mejores resultados en materia de seguridad. Lo que sí es común en todos ellos es que el sistema penal castiga a los sectores más pobres. Ahí está el verdadero patrón”.
El peso de la opinión pública
El debate sobre la edad a la cual una persona menor puede ser considerada penalmente responsable no es nuevo en la Argentina. Sin embargo, ha recobrado fuerza en el discurso político reciente, muchas veces alimentado por casos de delitos graves cometidos por adolescentes que conmocionan a la opinión pública y ocupan un lugar central en la agenda mediática.
Esta discusión se desarrolla en una tensión constante entre dos demandas sociales: por un lado, el reclamo ciudadano de mayor seguridad; por el otro, la obligación estatal de proteger los derechos de niños, niñas y adolescentes, consagrados en tratados internacionales con jerarquía constitucional. La legislación vigente en la materia -los decretos leyes 22.278 y 22.803- fue promulgada en 1980, en plena dictadura, lo que para muchos sectores refuerza la necesidad de una actualización. No obstante, el sentido y el alcance de esa reforma dividen aguas.
¿Cómo incide la presión social y mediática en este tipo de decisiones? Para el juez David Perelmuter, de forma contundente. El caso de Kim Gómez, una niña de siete años asesinada durante un violento robo en La Plata, generó una conmoción nacional. Intentó bajarse del auto de su madre, que había sido robado por dos adolescentes, y murió tras ser arrastrada más de 15 cuadras contra el asfalto. El hecho desató una ola de indignación que no tardó en derivar en demandas de mayor rigor penal.
“Casos como el de Kim fueron trágicos y marcaron la agenda. Pero después de eso, se duplicaron las medidas de seguridad dictadas a chicos no punibles en la provincia de Buenos Aires. El Poder Judicial reaccionó más por el escarnio público que por una política pública seria. Y eso es peligrosísimo”, advirtió.
Pero ¿cómo debe abordarse este tipo de situaciones sin caer en respuestas espasmódicas? “Primero, con un estado de situación serio, basado en datos reales. No con decisiones redactadas al calor de la tapa de un diario. Segundo, discutiendo un régimen penal juvenil con un enfoque realmente especializado. Y tercero, entendiendo que cada jurisdicción tiene sus particularidades, y no se puede legislar de espaldas a esas diferencias”, sostiene Perelmuter.
También cuestiona que el proyecto de reforma no incluya ninguna referencia a la dimensión interdisciplinaria, a pesar del largo recorrido de los equipos técnicos especializados. “Fue una lucha que esos equipos se incorporaran a los tribunales orales de menores. Hoy, gracias a una resolución del Consejo de la Magistratura, hay concursos en marcha para cargos clave. Ignorar ese avance es retroceder en lugar de consolidar una justicia penal juvenil diferenciada”, enfatiza.
Respecto del rol de las víctimas, advierte que el abordaje debe ser distinto al del sistema penal para adultos. “Existe una ley nacional de víctimas. Pero en el fuero juvenil, esas personas necesitan contención, orientación y acompañamiento. No alcanza con convocarlas a una conciliación tramitada por la defensa del imputado. Eso es contradictorio. Tiene que haber equipos formados específicamente para ese acompañamiento. Es también una manera de prevenir nuevas revictimizaciones”.
Y concluye con una frase que sintetiza su enfoque: “Esto no es blanco o negro. El sistema penal juvenil exige una mirada en escala de grises, con un enfoque centrado en la persona, no en el delito. Necesitamos una justicia que mire a los adolescentes desde una perspectiva integral, porque no se trata sólo de imputabilidad, se trata de derechos, de contextos, de oportunidades”.

El telón de fondo: datos y contexto
Mientras se discute la reforma, los datos oficiales muestran una realidad que contrasta con ciertas percepciones mediáticas:
- Los adolescentes menores de 16 años representan apenas el 2,25% del total de delitos en la Provincia de Buenos Aires (2024).
- En CABA, el 81,4% de las causas contra menores corresponden a delitos contra la propiedad.
- Sólo el 0,64% de los imputados por homicidio doloso en 2023 tenían menos de 14 años.
- Apenas 65 menores de 16 estaban cumpliendo medidas penales en 2023 a nivel nacional.
Organismos como la Pastoral Social, UNICEF, el CELS y universidades públicas han expresado su rechazo a la reforma. En el mismo sentido, la ex jueza de la Corte Suprema de Mendoza, la jurista Aída Kemelmajer, fue tajante: “Creer que bajo la edad de punibilidad y soluciono la inseguridad es un agravio a la inteligencia”.
El Comité de los Derechos del Niño de la ONU recomienda que la edad mínima de responsabilidad penal se sitúe entre los 14 y los 16 años, pero aclara expresamente que si un país ya tiene una edad más alta, como es el caso argentino, no debe reducirla. Además, ha advertido que la privación de libertad debe ser el último recurso y por el tiempo más breve posible.
¿Un cambio estructural o un nuevo fracaso?
La reforma busca conjugar demandas de mayor seguridad con un sistema escalonado de penas, garantías procesales y medidas socioeducativas. Para sus defensores, representa una actualización largamente postergada del régimen penal juvenil, orientada a dar respuestas efectivas ante delitos graves cometidos por adolescentes, con foco en la proporcionalidad, la especialización y la no aplicación de penas perpetuas. La decisión de fijar la edad de imputabilidad en 14 años -y no en 13, como proponía originalmente el Ejecutivo- fue interpretada por muchos como un intento de construir consensos legislativos y evitar un retroceso normativo en términos de derechos.
En ese sentido, el Gobierno nacional ha insistido en que la baja en los índices delictivos confirma la efectividad de sus políticas en materia de seguridad. Según cifras oficiales, en 2024 la Argentina alcanzó la tasa de homicidios dolosos más baja de su historia y de toda Sudamérica. Esa tendencia a la baja continuó durante el primer trimestre de 2025, lo que el Ejecutivo atribuye a una estrategia sostenida de prevención, articulación territorial y fortalecimiento de capacidades institucionales. En este marco, la reforma del régimen penal juvenil se presenta como una pieza más dentro de una política integral de seguridad ciudadana.
Pero para los críticos, este proyecto sigue teniendo un sesgo punitivista que puede agravar la exclusión social, profundizar la criminalización de la pobreza y aumentar la prisionización de adolescentes provenientes de los sectores más vulnerables. “Si se aprueba este proyecto, no va a disminuir el delito. Va a aumentar el encierro de chicos pobres”, sostiene el juez David Perelmuter. “Vamos a seguir profundizando la desigualdad con medidas que sólo parecen responder al miedo, no a la evidencia”.
La pregunta de fondo, entonces, trasciende la edad de imputabilidad. ¿Cómo construimos una política penal juvenil que sea coherente con los compromisos internacionales del Estado argentino, eficaz frente al delito y a la vez respetuosa de los derechos de la niñez? ¿Estamos dispuestos a invertir en institutos especializados, equipos interdisciplinarios, acompañamiento psicosocial y políticas públicas de prevención a largo plazo?
El debate sigue abierto y el dictamen ya está listo para ser tratado en el recinto. La discusión no es sólo jurídica: es también ética, política y social. ¿Más castigo o más cuidado? ¿Más encierro o más oportunidades? ¿Más cárceles o más escuelas? La respuesta, aún, está en disputa.

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