Diana Cohen Agrest: “Parte de la Justicia está enferma de una ideología perversa”

La filósofa y fundadora de Usina de Justicia Diana Cohen Agrest hace un balance de los 11 años de la Asociación Civil que acompaña a las víctimas de homicidio y destaca como uno de los principales logros haber “instalado la perspectiva de la víctima como eje legítimo e imprescindible en los debates sobre política criminal”. Habla de la polémica en torno a la baja de la edad de imputabilidad en los menores y se muestra a favor de eliminar la figura de femicidio del Código Penal.

Usina de Justicia es un espacio para sanar, pero también pensado para terminar con un paradigma dominante. Surgió hace 11 años para acompañar a las víctimas de homicidio y alentar su participación en el proceso penal y en la ejecución de las penas. Fundada por la filósofa Diana Cohen Agrest, quien perdió a su hijo Ezequiel en un hecho de inseguridad, la Asociación Civil “consiguió visibilizar y posicionar en la agenda pública, académica y judicial el rol central de las víctimas”. 

“Cuando comenzamos, hablar de los familiares de las víctimas directas en términos de derechos, reparación y participación era casi un tabú. Hoy, gracias a un trabajo sostenido, interdisciplinario y plural, hemos contribuido a instalar la necesidad de repensar el sistema desde una mirada más humana, que no excluya a quienes han sufrido el daño más irreparable: la pérdida violenta de un ser querido”, destaca Cohen Agrest en una extensa entrevista con Quorum en la que hablará de todo: su visión sobre la Justicia actual, la polémica en torno a la baja de la edad de imputabilidad en los menores, el proyecto que busca eliminar la figura del femicidio, el cambio del nuevo sistema acusatorio en la Justicia Federal, los juicios por jurados y la baja en la tasa de homicidios.        

En 2014 la organización se planteó como objetivo una justicia justa que contemple a las víctimas. ¿Qué se logró en ese aspecto? 

Cuando fundamos Usina de Justicia, nos propusimos transformar de raíz el modo en que la justicia penal argentina trata a las víctimas de delitos graves, especialmente de homicidio. Aspirábamos a una Justicia Justa: una que no se limite a garantizar derechos a los imputados, sino que contemple, respete y repare a quienes padecen las consecuencias más devastadoras del crimen. A diez años, logramos avances concretos. Entre otros, impulsamos propuestas legislativas como la Ley 27.372 de Derechos y Garantías de las Víctimas, sancionada en 2017. Sin embargo, advertimos desde el inicio una grave contradicción: la ley creó la figura del Defensor Público de Víctimas dentro del Ministerio Público de la Defensa, el mismo organismo que, por mandato constitucional, asiste a los imputados. Pretender que represente también a las víctimas configura un evidente conflicto de roles. Propusimos, sin éxito, que dependiera del Ministerio Público Fiscal, que representa los intereses de la sociedad en el proceso penal. También logramos instalar la perspectiva de la víctima como eje legítimo e imprescindible en los debates sobre política criminal, reforma judicial y formación de operadores del sistema, sin confrontaciones ideológicas, sino con evidencia empírica y compromiso con los derechos humanos. Visibilizamos públicamente el dolor de los familiares, históricamente ignorados o estigmatizados, demostrando que la justicia penal no puede seguir de espaldas al sufrimiento social. Aunque celebramos avances como el acceso digital al expediente por parte de la víctima, advertimos que aún persisten mecanismos regresivos, como el juicio abreviado, que excluye su participación efectiva y vulnera la igualdad de armas. La víctima permanece en un rol marginal dentro del proceso penal, sin recibir una reparación integral -ni simbólica, ni económica, ni efectiva- acorde al daño irreversible que ha padecido. Además, en Argentina muchas leyes reconocen derechos, pero fracasan en su implementación. No por ausencia normativa, sino por defectos de diseño, falta de reglamentación o desidia de los operadores jurídicos. La ley, sin voluntad institucional de aplicarla, es una promesa vacía. Usina de Justicia incluso promovió judicialmente la construcción de cárceles salubres, como exige la Constitución. Paradójicamente, quienes se presentan como defensores de derechos humanos nunca impulsan esas condiciones mínimas: sólo exigen la liberación de los condenados, promoviendo impunidad y desorden. Por último, como única organización civil registrada oficialmente ante la OEA en temas de seguridad ciudadana, redactamos y presentamos la propuesta de una Convención Interamericana sobre los Derechos de las Víctimas de Delitos ante los representantes diplomáticos de todo el continente americano.

¿Cuáles son los objetivos a futuro?

Queremos que se implementen de manera efectiva los derechos de las víctimas consagrados en la ley y en tratados internacionales, que se garantice un acceso real a la justicia con patrocinio jurídico especializado y que se desarrollen estadísticas criminales fiables para el diseño de políticas públicas. También trabajamos para fortalecer la formación de operadores judiciales con perspectiva de víctima y para consolidar un observatorio de alcance nacional en el ámbito del Ministerio de Justicia que supervise la respuesta estatal frente al homicidio doloso.

En una entrevista en 2018 usted planteó que la Justicia estaba enferma. ¿Sigue pensando lo mismo?

Sigo creyendo que gran parte de nuestra Justicia está enferma de una ideología perversa, que invierte el orden entre la víctima y el victimario. Y no lo digo con ligereza ni desde el enojo personal, sino desde la experiencia de más de una década escuchando a cientos de familiares de víctimas, observando el funcionamiento cotidiano del sistema penal y participando en debates legislativos y académicos. Esta enfermedad es la hija ideologizada de otra enfermedad histórica del sistema penal, tal como fue diseñado con la creación de los Estados nacionales, para defender al ciudadano frente al Leviatán del Estado. El derecho no supo ni quiso evolucionar con los cambios sociales. Hoy la mayoría de las causas ya no tratan de erigir un contrapoder al poder del soberano contra el inocente sino de resolver conflictos interpersonales entre ciudadanos. La persistencia del antiguo modelo que, si bien subsiste en los regímenes totalitarios, es excepcional en los sistemas republicanos de gobierno, se traduce en la indiferencia estructural frente al sufrimiento de quienes han perdido a un ser querido por un acto criminal. Claro que existen jueces, fiscales y defensores comprometidos, sensibles, y profesionales. No generalizo. Pero el problema es sistémico. A pesar de avances normativos como la ley de víctimas, la implementación es aún desigual, la formación en perspectiva de víctima sigue siendo insuficiente, y la impunidad -sobre todo en homicidios dolosos- sigue siendo alarmantemente alta en muchas provincias. Por eso, subrayo: la justicia está enferma cuando no escucha, cuando no repara, cuando desconfía por sistema de la víctima y se encierra en su propia lógica autorreferencial. En suma, cuando no imparte Justicia. Y esta enfermedad se traduce en algo muy concreto: una ciudadanía que pierde la confianza en las instituciones y un tejido social que se desgarra cuando el dolor no encuentra respuesta. Desde Usina de Justicia, no señalamos esta enfermedad para condenar, sino para proponer una cura: una justicia más humana, más empática, más eficaz. Creemos que sólo recuperando la centralidad de la víctima -junto con el debido proceso y la legalidad, por supuesto- podremos hablar de una verdadera justicia democrática.

¿Cree que la Justicia sigue siendo lenta, burocratizada, anacrónica e ideologizada? 

Sí, esas características persisten en buena parte del sistema judicial argentino. La lentitud, la burocratización, el anacronismo y la ideologización no son defectos aislados, sino síntomas de una estructura que requiere una transformación profunda y urgente. La lentitud de la justicia es un problema estructural que afecta tanto a víctimas como a imputados. Pero cuando una familia espera años para saber cómo fue asesinado su ser querido, cuando no hay juicio ni sentencia, no hablamos solo de demoras: hablamos de revictimización, de ausencia de reparación y de impunidad. Y la impunidad es una forma de violencia institucional. En este punto, la posibilidad de que homicidios dolosos prescriban resulta escandalosa: la vida humana es el bien jurídico más valioso y, sin embargo, el paso del tiempo puede anular la posibilidad de juzgar a los responsables. Esta contradicción entre una justicia lenta y la prescripción consolidan un fenómeno estructural que se retroalimentan en miras a desarticular la función punitiva del Estado. La burocratización impide que la justicia tenga rostro humano. Muchos operadores siguen priorizando el expediente sobre la persona. Una víctima no debería enfrentarse a trámites opacos y puertas cerradas, sino hallar acompañamiento, orientación y escucha. El anacronismo persiste en la resistencia a incorporar miradas contemporáneas sobre derechos humanos, trauma y reparación. Y la ideologización aparece cuando las decisiones no se toman según la prueba y la ley, sino desde prejuicios políticos. Juzgar desde una cosmovisión cerrada es perder de vista lo esencial: una justicia imparcial, sensible al contexto y comprometida con la verdad. Y cuando fracasa el abolicionismo penal, se recurre a la justicia restaurativa, que ni es justa ni restaura: es inhumano pedirle a una madre que dialogue con el asesino de su hijo o a una joven violada que perdone a su agresor. Menos aún cuando ese “encuentro” pretende eximir al victimario de la pena. Pero el buenismo biempensante insiste en aplicar una práctica ancestral que nada tiene que ver con un sistema moderno de justicia.

¿Qué piensa del cambio del nuevo sistema acusatorio en la Justicia Federal que se implementará a partir de agosto?

Aunque respaldamos el cambio por considerarlo un avance en materia de derechos y garantías procesales, insistimos en que, sin una implementación sólida y coordinada, podría convertirse en una promesa incumplida o un desafío sin consenso. En cualquier caso, la última palabra la tendrán los resultados a favor de la víctima que compensen la desigualdad entre las partes.

¿Está de acuerdo con el proyecto que plantea bajar la edad de imputabilidad de 16 a 14 años? Organismos como UNICEF sostienen que no es necesario y que sería un retroceso en materia de derechos humanos…

Entendemos la preocupación de organismos como UNICEF y compartimos plenamente la necesidad de proteger los derechos de los niños, niñas y adolescentes. Ahora bien, también es cierto que en la Argentina existe un vacío legal serio en torno al Régimen Penal Juvenil, que lleva décadas esperando una reforma. Hoy, un adolescente de entre 14 y 16 años que comete un delito gravísimo -incluso un homicidio- no enfrenta consecuencias penales proporcionales, y eso no sólo deja desamparada a la víctima, sino que también priva al mismo joven de un proceso judicial que podría intervenir a tiempo para su reinserción. El Estado no puede mirar hacia otro lado enviándolo a quien mató a su casa. La impunidad, en esos casos, es una forma de abandono. Desde nuestra perspectiva, lo esencial no es tanto la edad puntual sino el tipo de respuesta estatal que se ofrezca. Nos preocupa que la discusión muchas veces quede atrapada en una dicotomía: “bajar o no bajar la edad”. Esa simplificación no contribuye a una solución justa ni eficaz. La prioridad debe ser construir un sistema que no abandone a los adolescentes en riesgo ni a las víctimas en el dolor. En resumen: La justicia debe tener la madurez institucional de proteger los derechos de todos, los de los adolescentes, sí, pero también los de las víctimas y sus familias, que muchas veces son invisibilizadas en este debate.

El secretario de Justicia, Sebastián Amerio, sostiene que “el que es lo suficientemente grande para matar o violar, es lo suficientemente grande para afrontar las consecuencias”. ¿Coincide con esa mirada?

Coincido, independientemente de quien lo haya dicho. Y aunque esa mirada puede parecer dura, más duro es que los padres vuelvan a su casa sin su hijo muerto y con el asesino en la calle. Esa mirada expresa una preocupación legítima: la necesidad de que el Estado no abandone su rol frente a hechos gravísimos cometidos por adolescentes. Desde Usina de Justicia coincidimos en el fondo de la cuestión: no puede haber impunidad para delitos extremadamente violentos, independientemente de la edad del autor. En los casos en que un adolescente comete un homicidio, no estamos frente a una travesura ni a una infracción menor: estamos ante una afectación irreversible a la vida de otra persona. Y eso exige una respuesta del Estado, una respuesta proporcional. En definitiva, más allá de la frase, lo importante es que no se naturalice que una víctima de 14 años no tenga justicia si quien la mató también tiene 14 años. Y eso, lamentablemente, hoy ocurre. Si el sistema no ofrece respuestas ni prevención, está fallando con todos: con las víctimas, con la sociedad, y también con los propios adolescentes que quedan fuera de todo marco de responsabilidad.

El ministro de Justicia de la Nación, Mariano Cúneo Libarona, propone eliminar la figura jurídica de “femicidio” del Código Penal Argentino y plantea que “ninguna vida vale más que otra”. ¿Está de acuerdo?

Por supuesto, si hasta el mismísimo Eugenio Zaffaroni declaró en repetidas ocasiones que esa figura no tenía sentido, que para eso estaba la figura del homicidio agravado. Y reformularía el planteo: ninguna vida de un inocente vale más que otra. Pero, además, señalo dos cuestiones. La primera es que, personalmente, no creo que se mate “por ser mujer”. Se mata por celos, por el deseo de dominar, etc. La segunda cuestión es que este wokismo penal que intenta sancionar según los colectivos o minorías en juego (mujer, travestis, etc.), pasa por alto que subsumir un delito bajo una figura grupal viola los principios más elementales del derecho que es la sanción individual de quien delinquió. 

Desde Usina siempre coinciden en la importancia de promover los juicios por jurados. ¿Cree que la implementación en muchas provincias le está dando más legitimidad a la administración de justicia? 

El juicio por jurados es controvertido. Personalmente, advierto varias insuficiencias. Nuestra Constitución se inspiró en la de los Estados Unidos, donde la costumbre es la fuente del derecho, a diferencia de la Argentina, donde la ley penal está codificada. Es deudora, por tanto, de una tradición jurisprudencial y de una idiosincrasia tan distante de la nuestra que no se miden los riesgos de semejante imprudencia jurídica. Por otra parte, cabe preguntarse, ¿acaso son rebatibles las «íntimas convicciones»? ¿Y qué queda del requisito de índole constitucional de fundamentar la sentencia penal, en manos de un jurado sin conocimientos jurídicos y, para peor, probablemente influido por las amenazas, el temor y el soborno de los familiares, cuando no de la banda, del imputado? ¿Acaso no es dudosa su efectividad en la investigación de casos criminales? Por último, en una notoria muestra de asimetría recursiva, si el veredicto declara inocente al imputado, la sentencia no puede ser apelada por la víctima. Si en cambio, lo declara culpable, el imputado puede apelar. Con la absolución, se termina el juicio. En resumen, el lobby pergeñado pudo más, ya que el sistema -pensado para delitos de homicidio y narcotráfico- protege la seguridad de los jueces a costa de una carga pública irrecusable que desprotege a los ciudadanos de a pie. 

¿Piensa que debería ser una prioridad nombrar a los jueces que faltan en la Corte? ¿Por qué cree que una decisión así se dilata tanto?

Definitivamente, el nombramiento de los jueces que faltan en la Corte Suprema de Justicia de la Nación es una prioridad absoluta. Una Corte incompleta es una Justicia debilitada, y una Justicia debilitada afecta la estabilidad institucional y la seguridad jurídica de todo el país. Si su composición está incompleta, su funcionamiento se resiente. La dilación en la resolución de causas aumenta, y la calidad de los fallos puede verse afectada por la sobrecarga de trabajo. Esto impacta directamente en la vida de la gente, en los derechos de las víctimas y en la previsibilidad que necesita la sociedad. Ahora bien, ¿por qué creo que una decisión así se dilata tanto? Hay varios factores, y todos tienen un fuerte componente político. Los nombramientos en la Corte Suprema son decisiones de alta carga política. Cada poder del Estado busca influir: el Ejecutivo propone y el Senado, que debe otorgar acuerdo con dos tercios, negocia según afinidades e intereses. Ningún partido puede imponer un candidato sin consensos. A esto se suma la “judicialización de la política” y la “politización de la justicia”: los jueces y sus vacantes se convierten en piezas de negociación. Las fuerzas políticas prefieren bloquear designaciones antes que ceder poder futuro. Además, hay desinterés. Mientras las causas no afecten directamente a la dirigencia, la cobertura de vacantes no es prioritaria. No obstante, confío en que no se retome la idea de una Corte ampliada, nacida con un sesgo de obediencia al poder político de turno, lo que compromete su independencia. Al mismo tiempo, es fundamental que las próximas designaciones sean mujeres. No se trata de un gesto simbólico, sino de una obligación democrática pendiente.

Patricia Bullrich anunció en mayo que Argentina registró “la tasa de homicidios dolosos más baja de la historia”. ¿Por qué piensa que pese a la baja, la inseguridad sigue siendo la principal preocupación de los argentinos?

Sin duda, es una noticia que debemos celebrar: cada vida salvada es un triunfo. Pero en Usina de Justicia entendemos por qué, aun con esta baja, la inseguridad sigue siendo la principal preocupación de los argentinos. Uno de los mayores factores que alimentan esa percepción es la sensación de impunidad: los delincuentes pocas veces son atrapados, y cuando lo son, recuperan rápidamente la libertad. La “puerta giratoria” de la justicia, las condenas sin firmeza y la lentitud procesal generan una enorme frustración. Para una víctima, que haya menos homicidios no compensa ver al agresor libre días después. El avance del narcotráfico también alimenta esta inseguridad. Las disputas entre bandas, los ajustes de cuentas y la venta de drogas erosionan la convivencia social, aunque no siempre se reflejen en las estadísticas. Y está, por supuesto, la memoria de las víctimas. Para muchos, son cifras. Para sus familias, son pérdidas absolutas. Cada historia personal tiene un peso profundo que trasciende cualquier descenso porcentual.

¿Hay algo, en estos diez años de lucha y búsqueda, que haya ayudado a sostener el dolor por la pérdida?

Tal vez hay tres instancias que me ayudaron en este itinerario impensado e impensable. Cuando me enteré del asesinato de Ezequiel estaba finalizando la escritura de un libro sobre Spinoza, ese gran filósofo que enseña que las cosas nos suceden y que, a lo sumo, podemos transformar lo terrible de manera tal que ese hecho nos ayude a vivir. Ante lo terrible, como se ha dicho, es la palabra o la muerte. Elegí la palabra, escribiendo Ausencia perpetua: Inseguridad y trampas de la (in)Justicia. Y en esa senda, fundé Usina de Justicia. Porque si existe la salvación, cuando todo parece estar perdido, esa salvación anida en tender una mano a los otros.

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