Por Javier López Biscayart
La entrada en vigencia del nuevo Código Procesal Penal Federal representa un paso decisivo hacia una justicia más ágil, transparente y cercana a la ciudadanía, superando resistencias anacrónicas con una firme política de Estado.
El próximo 10 de noviembre de 2025, la justicia federal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires será protagonista de un hito trascendental y definitorio: la plena entrada en vigencia del sistema procesal penal acusatorio. Este evento no es un mero ajuste normativo, sino la culminación de una década de expectativas y postergaciones, representando un paso audaz hacia la modernización de los fueros más influyentes del país. Se abandona así un modelo procesal de corte inquisitivo, anclado en el expediente escrito y el secreto, para dar lugar a un paradigma basado en la oralidad, la publicidad y la contradicción, donde fiscales que investigan y jueces que juzgan cumplen roles claramente diferenciados.
La decisión del actual gobierno de impulsar de manera definitiva esta reforma, sancionada originalmente hace más de una década (diciembre de 2014, constituye un acto de innegable valentía política que busca saldar una deuda histórica con la ciudadanía, que reclama una justicia más ágil y transparente. Lejos de ser una medida aislada, esta transformación se enmarca en una política de Estado coherente y sostenida, que ya ha visto sus frutos en otras jurisdicciones federales y que ahora encara su desafío más complejo. Su fin último es alinear el proceso penal federal con los principios de un Derecho Penal liberal y republicano, pilares fundamentales de nuestra Constitución, para que la justicia no solo sea, sino que también parezca, más cercana y comprensible para el pueblo en cuyo nombre se imparte.
Los pilares sobre los que se asienta el nuevo sistema procesal prometen una transformación profunda y tangible en la administración de justicia. El principal anhelo ciudadano, la celeridad, encuentra un cauce concreto a través de principios rectores como la oralidad, la publicidad y la concentración de los actos, consagrados en el artículo 2 del nuevo Código. Al reemplazar el lento peregrinar del expediente escrito por audiencias públicas y contradictorias, se agilizan drásticamente los tiempos y se dota al proceso de un dinamismo hasta ahora desconocido en los fueros federales. Este cambio no es meramente formal; fundamentalmente, acerca la justicia al pueblo, permitiendo que la sociedad sea testigo directo de cómo se resuelven los conflictos penales, fortaleciendo así la confianza en las instituciones. Además, el sistema acusatorio redefine el rol de las partes, otorgando un protagonismo central a la víctima, quien deja de ser una mera espectadora para convertirse en un sujeto con derechos plenos, con capacidad para ser escuchada e intervenir activamente en la búsqueda de una solución justa para su caso.
Es crucial comprender que esta avanzada no es una medida improvisada, sino la materialización de una política de Estado que ha madurado a lo largo del tiempo y que el gobierno actual ha asumido con una determinación inquebrantable. La reforma, cuyo mandato emana de la Ley 27.150, había caído en un letargo que comprometía gravemente la eficiencia del sistema de justicia, generando una indeseable coexistencia de dos regímenes procesales distintos en el orden federal. Consciente de este estancamiento, el Poder Ejecutivo ha manifestado su «decisión indeclinable» de reactivar el proceso, superando las excusas recurrentes sobre dificultades presupuestarias o edilicias.
La postura oficial es clara: las deficiencias de infraestructura, acumuladas por décadas de falta de previsión, no pueden ser un argumento válido para seguir dilatando una transformación impostergable. Este impulso se evidencia en el cronograma de implementación progresiva que ya ha puesto en marcha el sistema acusatorio en jurisdicciones como Rosario y Mendoza, demostrando que la voluntad política, acompañada de una planificación estratégica y la optimización de los recursos disponibles, puede derribar las barreras que parecían insalvables.
Naturalmente, una transformación de esta magnitud no está exenta de tensiones y encuentra resistencias en algunos sectores del ámbito judicial. Con notable altura en el debate, es preciso señalar que estas posturas, a menudo ancladas en una concepción del proceso penal más afín al viejo sistema inquisitivo, se oponen a los vientos de cambio que exige una república moderna. Los argumentos esgrimidos suelen centrarse en dificultades operativas, como la falta de infraestructura edilicia o tecnológica, tal como ha manifestado la Procuración General de la Nación. Sin embargo, el Gobierno Nacional ha sostenido con acierto que estas deficiencias, si bien reales, son el resultado de una crisis arrastrada por décadas y no pueden constituir un veto perpetuo a la modernización.
En el fondo, la contienda trasciende lo meramente logístico para adentrarse en el corazón filosófico del Derecho Penal: se contrapone un modelo que concentra el poder de investigar y juzgar en una sola figura, a puertas cerradas, con el paradigma del Derecho Penal liberal que inspira al sistema acusatorio, basado en la igualdad de armas, la publicidad de los actos y la figura de un juez verdaderamente imparcial que actúa como un tercero garante de los derechos de todos los intervinientes.
En definitiva, la inminente implementación del sistema acusatorio en la justicia federal porteña debe ser comprendida en su real dimensión: no se trata de un mero cambio de procedimiento, sino de una profunda transformación cultural que busca fortalecer la calidad institucional y la salud de la República. Esta avanzada es el reflejo de una determinación gubernamental inequívoca en favor de la libertad, al impulsar un modelo de enjuiciamiento que, por su propia naturaleza, limita el poder punitivo del Estado y lo somete al escrutinio público, abandonando para siempre las estructuras anacrónicas y secretas del sistema inquisitivo.
Esta reforma trae consigo, además, un valor de ordenamiento fundamental. Por un lado, garantiza por fin la igualdad entre los magistrados, terminando con la anómala coexistencia de distintos regímenes procesales y asegurando que todos los jueces federales actúen bajo un mismo paradigma moderno y previsible. Por otro, esta unificación se traduce en una mayor estabilidad y certeza para todos los trabajadores del sistema judicial, quienes podrán desempeñar sus funciones dentro de un marco normativo claro y coherente el cual le garantiza que sus derechos no serán afectados.
Con esta medida, se da un paso fundamental para saldar una deuda histórica con la sociedad, que por demasiado tiempo ha percibido a la justicia como un poder lejano. Es el coraje de transformar lo que convierte a una política de Estado en un verdadero legado, construyendo los cimientos para una justicia que no solo sea más eficiente, sino, fundamentalmente, más justa. Esta es la forma de afianzar la justicia y garantizar la libertad.
