Por el Dr. Diego M. Tosca*
La reforma laboral impuesta por la Ley 27.742 constituye, antes que nada, una nueva oportunidad perdida. Es producto de la imposición de un acto autoritario e inconstitucional, como lo es el DNU 70/2023, pues la “Ley Bases”, en el aspecto laboral, no es otra cosa que la consecuencia del fracaso, hasta este momento, del vigor normativo que se quiso dar a aquel acto de avasallamiento del PEN que, cabe recordarlo, ha sido declarado inconstitucional por la Justicia Nacional del Trabajo ante la acción ejercida por la Confederación General de Trabajo (CNAT, Sala de Feria, «CGT vs. PEN», 30/01/2024,). Pero se trata fundamentalmente de otra oportunidad perdida, en tanto no se discutió con los actores sociales, menos aún con los sectores doctrinarios, las adaptaciones que, en muchos aspectos del derecho individual y colectivo del trabajo, reclama nuestra legislación.
Se impusieron, sin debate alguno, modificaciones importantes a aspectos sustanciales del régimen laboral.
¿Por qué afirmamos esto? El ámbito de aplicación subjetivo del derecho del trabajo es reducido notablemente, en tanto desdibuja la identificación del trabajador y del empleador; el sistema de estabilidad es afectado tanto en la “entrada” al contrato de trabajo, con un período de prueba demasiado extenso y desnaturalizado, y en la “salida”, con la posibilidad de “fondos de cese” en lugar de una indemnización; se convalida la discriminación, al validarse el despido con tal matiz con el pago de un agravamiento indemnizatorio en lugar de la nulidad del acto; se afecta la libertad sindical y el ejercicio del derecho de huelga al presumirse como injuria determinados comportamientos que pueden tener lugar durante el desarrollo de medidas de acción directa, y se promueve la precariedad laboral, eliminándose las sanciones pecuniarias a favor del trabajador que es víctima de falta o deficiente registración laboral.
Respecto al primer aspecto citado –reconocimiento de la calidad de trabajador e identificación del empleador- la reforma apunta hacia los dos sujetos, al primero para negarle la calidad de tal, y con esto la proyección de las normas protectorias de la disciplina sobre las personas que trabajan en forma subordinada, y al segundo liberándolo del carácter de empleador con fundamento en una mera cuestión formal, como lo es hecho de que lo haya registrado un tercero.
En orden a la calificación como trabajador, el art. 88 de la Ley 27.742 establece que no serán de aplicación las disposiciones de la Ley de Contrato de Trabajo respecto de las contrataciones de obra, servicios, agencia y todas las reguladas en el Código Civil y Comercial de la Nación. Esta manifestación legal debe entenderse limitada, obviamente, a las contrataciones “genuinas” de obra, servicios, agencia y demás reguladas como figuradas de trabajo autónomo.
Cabe tener presente que el art. 1479, al regular el contrato de agencia, establece que se trata de una relación independiente. En igual sentido, respecto al contrato de prestación de servicios (la situación que más “compite” con el contrato de trabajo) el art. 1252 del Código Civil y Comercial prescribe que los servicios prestados en relación de dependencia se rigen por las normas del derecho laboral.
En virtud de ello, es harto improbable que se presente una situación en la cual una persona humana, inserta en una organización ajena, para brindar trabajo personal y habitual que se identifica que la actividad de dicha organización, configure un contrato de servicios, se tratará en general, imperativamente, de un contrato de trabajo.
El art. 97 de la “Ley Bases” abre la posibilidad de que los denominados trabajadores independientes cuenten con hasta otros tres (3) trabajadores independientes para llevar adelante un emprendimiento productivo, prescribiendo que podrá acogerse a un régimen especial unificado que al efecto reglamentará el Poder Ejecutivo nacional. El mismo estará basado en la relación autónoma, sin que exista vínculo de dependencia entre ellos.
Se trata de una norma cuanto menos “exótica” al derecho del trabajo, y contraria a sus principios básicos (particularmente, al principio protectorio receptado por el art. 14 bis de la C.N.). Si un trabajador independiente lleva adelante un emprendimiento productivo, es normalmente un empresario (art. 5 párrafo segundo L.C.T.); si tres personas “colaboran” en ese emprendimiento, sin apropiarse de los frutos que el mismo genera –cabe entender que el emprendimiento es del trabajador independiente, pues si su titularidad corresponde a los dos, tres o cuatro, será una cooperativa, o una relación asociativa- son trabajadores (art. 25 L.C.T.) y, claro está, si una relación vincula a un empresario con trabajadores, normal e imperativamente lo que se configura es un contrato de trabajo (art. 21 L.C.T.).
El art. 90 de la ley 27.742 modifica el relevante art. 29 de la L.C.T., disponiendo que los trabajadores serán considerados empleados directos de aquellos que registren la relación laboral, sin perjuicio de haber sido contratados con vistas a utilizar su prestación o de proporcionarlos a terceras empresas.
El art. 29 de la LC.T. constituía, en su anterior formulación, la especificación de las consecuencias que se producen al echar mano a una de las principales maniobras de fraude, adelantada y enunciada por la regla general del art. 14 que, como supuesto prototípico de fraude, menciona la interposición de personas. Dando eficacia práctica a dicha regla general, el texto anterior del art. 29 predicaba que los trabajadores que habiendo sido contratados por terceros con vista a proporcionarlos a las empresas, serán considerados empleados directos de quien utilice su prestación.
El nuevo texto legal desarticula el mecanismo antifraude, estableciendo que el empleador, en tales casos, será quien registre la relación. Y que la empresa usuaria será sólo responsable solidaria de las obligaciones laborales y de seguridad social, exclusivamente respecto de aquellas devengadas durante el tiempo de efectiva prestación para esta última.
Se trata de una prescripción muy reprochable. Que el ordenamiento legal propicie que quien utiliza la prestación de un trabajador, en el seno de su propia organización empresarial, dirige el trabajo de aquél, lucra con éste, aprovecha sus frutos, no sea considerado empleador, constituye una postura “terraplanista”, reñida con un elemental sentido de realidad.
Se modifica también el art. 92 bis de la L.C.T., ampliándose el período de prueba, como regla general, hasta seis (6) meses, extendiéndose hasta ocho (8) meses en empresas con hasta 100 trabajadores y hasta un año en empresas con hasta 5 trabajadores.
El período de prueba, conceptualmente, constituye un término inicial breve, al comienzo de la contratación, destinado a que el empleador puede verificar la aptitud del trabajador.
En la extensión que se regula en la nueva normativa el instituto se presenta absolutamente desnaturalizado, transformándose en un vehículo a través del cual se posibilita la contratación de trabajadores en un marco de constante rotación, sin estabilidad alguna, lo cual conculca flagrantemente la protección frente al despido arbitrario, que no está condicionada a plazos. Puede aceptarse un periodo inicial breve sin derecho a indemnización frente a la supuesta falta de idoneidad para la función, pero no en la extensión que la regulación actual permite, con desprecio de la estabilidad, aún relativa, en el empleo.
Lo propio cabe decir de la disposición del art. 96, que posibilita que mediante convenio colectivo de trabajo, las partes puedan sustituir la indemnización prevista en el art. 245 de la ley 20.744 por un fondo o sistema de cese laboral conforme los parámetros que disponga el Poder Ejecutivo Nacional.
Cabe recordar que la protección frente al despido arbitrario goza de garantía constitucional, y que la indemnización, como consagración de dicha garantía, tiene una triple finalidad: resarcitoria, sancionatoria, disuasiva. Un sistema de cese o fondo de desempleo –similar al que rige en la industria de la construcción- en modo alguno desalentará el despido incausado, ni generará consecuencias gravosas para quien lo propicie, resultando así de dudosa compatibilización con la ya mencionada protección frente al despido arbitrario (art. 14 C.N.).
Finalmente, es posible avizorar una mayor precarización -aún- de las relaciones de trabajo, con la derogación que disponen los arts. 99 y 100 de Ley 27.742 de los agravamientos indemnizatorios que fijaban las leyes 24.013, 25.323 y 25.545 frente a irregularidades registrales.
Los daños derivados de tales comportamientos ilegítimos afectan a las personas que trabajan, que ven cercenados los derechos laborales de distinta índole, los cuales dependen de la entidad de la remuneración registrada o de la antigüedad en el empleo (salarios por enfermedad o accidentes inculpables, prestaciones dinerarias por enfermedades o accidentes de trabajo, cómputo de licencias ordinarias –vacaciones- y de otra índole, percepción de asignaciones familiares -como ser asignación familiar durante la licencia por maternidad, que se estima en base al salario registrado- determinación de indemnizaciones que se relacionan con la antigüedad en el empleo –como la indemnización por despido-, etc); y gravemente la posibilidad de acceder a los diversos subsistemas de seguridad social -sistema de jubilaciones y pensiones, obras sociales, fondo de desempleo, etc.-.
Frente a ello, resulta obvio para cualquier operador jurídico -así debiera ser- que los daños que provoca la deficiente o carente registración laboral y en materia de seguridad deben ser objeto de reparación, pues de lo contrario se conculcaría abiertamente el deber de no dañar normado por el art. 19 de la C.N.
Ante este nuevo escenario, frente a la ausencia de una determinación legal de la entidad del daño como ocurría con anterioridad a la mentada “Ley Bases”, los perjuicios provocados deberán ser conjurados con sustento en las reglas que rigen la reparación plena, en el marco del derecho común (arts. 1740 y conc. del Código Civil y Comercial de la Nación).
*Abogado laboralista