El 9 de agosto allanaron el departamento del ex presidente Alberto Fernández en Puerto Madero en el marco de la denuncia por lesiones graves que inició su ex pareja Fabiola Yáñez. Desde entonces, su teléfono celular, el mismo que él accedió a desbloquear, permanece en la caja fuerte de la fiscalía de Ramiro González, en el quinto piso de los tribunales federales de Comodoro Py al 2002.
Aislado desde entonces en una bolsa Faraday que bloquea la señal y el acceso remoto, desbloqueado y sin batería, yace a la espera de una decisión judicial. Esa decisión podría ser “abrirlo” a pedido del fiscal federal Carlos Rívolo en el marco de otra causa que tramita contra el ex Presidente por irregularidades en la contratación de seguros. “Entregarlo”, como pide la defensa de Alberto Fernández, ya que se sustrajo a efectos de constatar si había violado la prohibición de ponerse en contacto con su ex. Las opciones no son infinitas, pero sí las suficientes como para que el aparato queme en las manos de quienes tienen que decidir qué hacer con él.
Nadie quiere tener la responsabilidad de adentrarse en la intimidad de quien ejerció la primera magistratura sin poder garantizar que sólo se obtendría, en caso de hacerlo, información pertinente a la causa que se tramita y nada más. Que ninguna otra situación ajena al objeto de investigación verá la luz. Que más temprano que tarde no se escuchen esas conversaciones privadas en programas de radio o se lean intercambios de chats en programas de televisión. O que la vida pública y privada de un ex Presidente circule alimentando el morbo de las redes.
Pocos se animan a ponerlo en palabras. La decisión de adentrarse en el corazón digital de cualquier presidente no es una decisión fácil de tomar.
Richard Nixon supo que estaba perdido cuando la Corte Suprema de Estados Unidos determinó que tenía que entregar las cintas de grabación que lo implicaban directamente en el espionaje político más escandaloso de ese país. El Watergate se había cargado a un presidente: Nixon eligió renunciar antes que la destitución. De haber existido los celulares la historia probablemente hubiese sido otra, una más compleja con muchos otros involucrados en el escándalo, alcanzados por la contundencia de las palabras registradas en los chips de los aparatos.
Medio siglo después, los presidentes argentinos se preocupan por sus teléfonos. Pero en este caso es la Justicia la que los puso en foco. A ellos o a sus colaboradores directos, el nexo para llegar a ellos. Eso sí: cuando ya no ocupaban la Casa Rosada y los ritmos políticos los ponían en la mira. Cristina Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández lo saben en carne propia.
“Soy yo, Cristina, pelotudo”
Febrero de 2017. En los pasillos de los tribunales de Comodoro Py 2002 corría un rumor como pólvora. Alguien tenía escuchas de Cristina volcánicas. No tanto por su importancia judicial sino por su implicancia política. Ella estaba hablando con el ex jefe de la AFI kirchnerista, Oscar Parrilli. Las escuchas fueron legales en una causa contra Parrilli por no haber buscado a tiempo al narcotraficante Ibar Pérez Corradi. Pero antes su teléfono ya había sido intervenido en una precausa que tenía María Servini.
La jueza mandó a destruir los audios que no tuviesen ninguna implicancia en la causa que se investigaba, pero llegaron al prime-time mediático, a cuentagotas. Hasta el fallecido juez Claudio Bonadío esperaba ansioso oír cada nuevo capítulo en televisión.
Fue un escándalo. El “soy yo Cristina pelotudo”, dedicado a Parrilli, fue la frase más famosa. Pero los diálogos mostraban a una Cristina que se alegraba cuando le contaban que perdía Boca, criticaba a Margarita Stolbizer (“Salí a matarla”) y a Sergio Massa (“hay que embocarlo al hijo de puta”) por las denuncias de corrupción y mandaba al Partido Justicialista a “suturarse el orto”. Hablaba de “las causa que armamos” contra el ex espía Jaime Stiuso o daba la orden de salir a “apretar jueces”, expresión que le valió -incluso- una denuncia penal. El juez Rodolfo Canicoba Corral investigó de dónde salieron las filtraciones, pero no se llegó a determinar quien o quienes fueron los responsables.
Quince años después, otro teléfono la terminó complicando. El celular de José López, el secretario de Obras Públicas de su gobierno que revoleó bolsos millonarios en un convento. Al fiscal Diego Luciani se le ocurrió hurgar en ese celular y terminó encontrando mensajes que la comprometían a ella y a su hijo. Al menos así lo dijo el tribunal cuando la condenó a 6 años de prisión en el marco de la causa “Vialidad”.
Pese a la cantidad de causas, allanamientos o procesamientos, ningún magistrado ordenó nunca incautarle el teléfono a CFK. En medio de la pelea con Alberto Fernández en la riña pública entre el Presidente y la Vice, ella se jactó: “Yo sí puedo mostrar mi celular”. Fue en julio del 2022. “Lo que está en mi celular puede ser visto por todos y todas. No sé si todos pueden decir lo mismo”, dijo.
Mauricio y su secretario
Mauricio Macri también tuvo que preocuparse por sus comunicaciones. Fue cuando los empresarios Cristóbal López y Fabián De Sousa lo acusaron de haber querido apropiarse de sus empresas y su asesor Fabián “Pepín” Rodríguez Simón terminó yéndose a Uruguay cuando Servini lo llamó a indagatoria. La jueza decidió avanzar: ordenó analizar las llamadas de todos los implicados, entre ellos Macri, a lo largo de casi todo su mandato. Apelación mediante, la Cámara Federal entendió que se violaba la intimidad y limitó el relevamiento a los momentos importantes de la causa. Ese poder del juez que se hace sentir en términos vagos pero claves a la hora de delimitar hasta dónde se hurga. Porque ¿quién otro define cuales son los “momentos importantes” de la causa?.
Desde Lomas de Zamora, mientras tanto, crecía el expediente por el supuesto espionaje a opositores en su gobierno. El juez Federico Villena ordenó detenciones y el secuestro del celular del secretario privado de Macri, Darío Nieto, quien se encerró en el auto para -supuestamente- borrarlo. Extrajeron la información y vieron que hasta tenía el dato de cuánto calzaba Mauricio pero aún no pudo analizarse del todo. Tres pericias dijeron que encontraban cosas distintas en ese celular y la defensa denunció la violación de la cadena de custodia.
Desde Madrid, Yañez no encuentra, no sabe o no quiere entregar su celular. Y entrega copias certificadas de tramos de conversaciones que considera importantes para sostener su denuncia por violencia de género. ¿Alcanza? ¿Por qué no quiere entregar una de las pruebas más contundentes a su favor?
La duda recorre los pasillos de Tribunales y es la misma desde hace años y genera el mismo desconcierto. Qué hace la justicia cuando un testigo inoportuno en formato digital puede desatar una guerra cuya escalada nadie puede predecir.